Página 284 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
la cual hace de su poder redentor una necesidad. Renunciando a
toda dependencia de nosotros mismos, podemos mirar la cruz del
Calvario y decir:
“Ningún otro asilo hay,
indefenso acudo a ti.”
Desde la niñez, los judíos habían recibido instrucciones acerca
de la obra del Mesías. Habían tenido las inspiradas declaraciones
de patriarcas y profetas, y la enseñanza simbólica de los sacrificios
ceremoniales; pero habían despreciado la luz, y ahora no veían
en Jesús nada que fuese deseable. Pero el centurión, nacido en el
paganismo y educado en la idolatría de la Roma imperial, adiestrado
como soldado, aparentemente separado de la vida espiritual por su
educación y ambiente, y aun más por el fanatismo de los judíos
y el desprecio de sus propios compatriotas para con el pueblo de
Israel, percibió la verdad a la cual los hijos de Abrahán eran ciegos.
No aguardó para ver si los judíos mismos recibirían a Aquel que
declaraba ser su Mesías. Al resplandecer sobre él “la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre que viene a este mundo,
aunque se
hallaba lejos, había discernido la gloria del Hijo de Dios.
Para Jesús, ello era una prenda de la obra que el Evangelio
iba a cumplir entre los gentiles. Con gozo miró anticipadamente a
la congregación de almas de todas las naciones en su reino. Con
profunda tristeza, describió a los judíos lo que les acarrearía el
rechazar la gracia: “Os digo que vendrán muchos del oriente y del
occidente, y se sentarán con Abraham, e Isaac, y Jacob, en el reino
de los cielos: Mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas
de afuera: allí será el lloro y el crujir de dientes.” ¡Oh, cuántos
hay que se están preparando la misma fatal desilusión! Mientras
las almas que estaban en las tinieblas del paganismo aceptan su
gracia, ¡cuántos hay en los países cristianos sobre los cuales la luz
resplandece solamente para ser rechazada!
A unos treinta kilómetros de Capernaúm, en una altiplanicie que
dominaba la ancha y hermosa llanura de Esdraelón, se hallaba la
aldea de Naín, hacia la cual Jesús encaminó luego sus pasos. Le
acompañaban muchos de sus discípulos, con otras personas, y a lo
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largo de todo el camino la gente acudía, deseosa de oír sus palabras