Página 285 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El centurión
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de amor y compasión, trayéndole sus enfermos para que los sanase,
y siempre con la esperanza de que el que ejercía tan maravilloso
poder se declararía Rey de Israel. Una multitud le rodeaba a cada
paso; pero era una muchedumbre alegre y llena de expectativa la
que le seguía por la senda pedregosa que llevaba hacia las puertas
de la aldea montañesa.
Mientras se acercaban, vieron venir hacia ellos un cortejo fúnebre
que salía de las puertas. A paso lento y triste, se encaminaba hacia
el cementerio. En un féretro abierto, llevado al frente, se hallaba el
cuerpo del muerto, y en derredor de él estaban las plañideras, que
llenaban el aire con sus llantos. Todos los habitantes del pueblo
parecían haberse reunido para demostrar su respeto al muerto y su
simpatía hacia sus afligidos deudos.
Era una escena propia para despertar simpatías. El muerto era el
hijo unigénito de su madre viuda. La solitaria doliente iba siguiendo
a la sepultura a su único apoyo y consuelo terrenal. “Y como el
Señor la vió, compadecióse de ella.” Mientras ella seguía ciegamente
llorando, sin notar su presencia, él se acercó a ella, y amablemente
le dijo: “No llores.” Jesús estaba por cambiar su pesar en gozo, pero
no podía evitar esta expresión de tierna simpatía.
“Y acercándose, tocó el féretro.” Ni aun el contacto con la muerte
podía contaminarle. Los portadores se pararon y cesaron los lamen-
tos de las plañideras. Los dos grupos se reunieron alrededor del
féretro, esperando contra toda esperanza. Allí se hallaba un hombre
que había desterrado la enfermedad y vencido demonios; ¿estaba
también la muerte sujeta a su poder?
Con voz clara y llena de autoridad pronunció estas palabras:
“Mancebo, a ti digo, levántate.” Esa voz penetra los oídos del muerto.
El joven abre los ojos, Jesús le toma de la mano y lo levanta. Su
mirada se posa sobre la que estaba llorando junto a él, y madre e
hijo se unen en un largo, estrecho y gozoso abrazo. La multitud mira
en silencio, como hechizada. “Y todos tuvieron miedo.” Por un rato
permanecieron callados y reverentes, como en la misma presencia de
Dios. Luego “glorificaban a Dios, diciendo: Que un gran profeta se
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ha levantado entre nosotros; y que Dios ha visitado a su pueblo.” El
cortejo fúnebre volvió a Naín como una procesión triunfal. “Y salió
esta fama de él por toda Judea, y por toda la tierra de alrededor.”