Página 292 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
Al rechazar a Cristo, el pueblo judío cometió el pecado imper-
donable, y desoyendo la invitación de la misericordia, podemos
cometer el mismo error. Insultamos al Príncipe de la vida, y le
avergonzamos delante de la sinagoga de Satanás y ante el universo
celestial cuando nos negamos a escuchar a sus mensajeros, escu-
chando en su lugar a los agentes de Satanás que quisieran apartar
de Cristo nuestra alma. Mientras uno hace esto, no puede hallar es-
peranza ni perdón y perderá finalmente todo deseo de reconciliarse
con Dios.
Mientras Jesús estaba todavía enseñando a la gente, sus discí-
pulos trajeron la noticia de que su madre y sus hermanos estaban
afuera y deseaban verle. El sabía lo que sentían ellos en su corazón,
y “respondiendo él al que le decía esto, dijo: ¿Quién es mi madre
y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus
discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo
aquel que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese
es mi hermano, y hermana, y madre.”
Todos los que quisieran recibir a Cristo por la fe iban a estar
unidos con él por un vínculo más íntimo que el del parentesco
humano. Iban a ser uno con él, como él era uno con el Padre. Al creer
y hacer sus palabras, su madre se relacionaba en forma salvadora
con Jesús y más estrechamente que por su vínculo natural con él.
Sus hermanos no se beneficiarían de su relación con él a menos que
le aceptasen como su Salvador personal.
¡Qué apoyo habría encontrado Jesús en sus parientes terrenales si
hubiesen creído en él como enviado del cielo y hubiesen cooperado
con él en hacer la obra de Dios! Su incredulidad echó una sombra
sobre la vida terrenal de Jesús. Era parte de la amargura de la copa
de desgracia que él bebió por nosotros.
El Hijo de Dios sentía agudamente la enemistad encendida en el
corazón humano contra el Evangelio, y le resultaba muy dolorosa en
su hogar; porque su propio corazón estaba lleno de bondad y amor,
y apreciaba la tierna consideración en las relaciones familiares. Sus
hermanos deseaban que él cediese a sus ideas, cuando una actitud
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tal habría estado en completa contradicción con su misión divina.
Consideraban que él necesitaba de sus consejos. Le juzgaban desde
su punto de vista humano, y pensaban que si dijera solamente cosas
aceptables para los escribas y fariseos, evitaría las controversias