La invitación
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el celo por su gloria, y el amor por la humanidad caída, trajeron a
Jesús a esta tierra para sufrir y morir. Tal fué el poder que rigió en
su vida. Y él nos invita a adoptar este principio.
Son muchos aquellos cuyo corazón se conduele bajo una carga
de congojas, porque tratan de alcanzar la norma del mundo. Han
elegido su servicio, aceptado sus perplejidades, adoptado sus cos-
tumbres. Así su carácter queda mancillado y su vida convertida en
carga agobiadora. A fin de satisfacer la ambición y los deseos mun-
danales, hieren la conciencia y traen sobre sí una carga adicional
de remordimiento. La congoja continua desgasta las fuerzas vitales.
Nuestro Señor desea que pongan a un lado ese yugo de servidumbre.
Los invita a aceptar su yugo, y dice: “Mi yugo es fácil, y ligera
mi carga.” Los invita a buscar primeramente el reino de Dios y su
justicia, y les promete que todas las cosas que les sean necesarias
para esta vida les serán añadidas. La congoja es ciega, y no puede
discernir lo futuro; pero Jesús ve el fin desde el principio. En toda
dificultad, tiene un camino preparado para traer alivio. Nuestro Padre
celestial tiene, para proveernos de lo que necesitamos, mil maneras
de las cuales no sabemos nada. Los que aceptan el principio de dar
al servicio y la honra de Dios el lugar supremo, verán desvanecerse
las perplejidades y percibirán una clara senda delante de sus pies.
“Aprended de mí—dice Jesús,—que soy manso y humilde de
corazón; y hallaréis descanso.” Debemos entrar en la escuela de
Cristo, aprender de su mansedumbre y humildad. La redención
es aquel proceso por el cual el alma se prepara para el cielo. Esa
preparación significa conocer a Cristo. Significa emanciparse de
ideas, costumbres y prácticas que se adquirieron en la escuela del
príncipe de las tinieblas. El alma debe ser librada de todo lo que se
opone a la lealtad a Dios.
En el corazón de Cristo, donde reinaba perfecta armonía con
Dios, había perfecta paz. Nunca le halagaban los aplausos, ni le
deprimían las censuras o el chasco. En medio de la mayor oposición
o el trato más cruel, seguía de buen ánimo. Pero muchos de los que
profesan seguirle tienen un corazón ansioso y angustiado porque
temen confiarse a Dios. No se entregan completamente a él, porque
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rehuyen las consecuencias que una entrega tal puede significar. A
menos que se rindan así a él, no podrán hallar paz.