Página 304 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
como una bendición de paz. Pero apenas habían tocado la orilla
cuando sus ojos fueron heridos por una escena más terrible que la
furia de la tempestad. Desde algún escondedero entre las tumbas,
dos locos echaron a correr hacia ellos como si quisieran despedazar-
los. De sus cuerpos colgaban trozos de cadenas que habían roto al
escapar de sus prisiones. Sus carnes estaban desgarradas y sangrien-
tas donde se habían cortado con piedras agudas. A través de su largo
y enmarañado cabello, fulguraban sus ojos; y la misma apariencia
de la humanidad parecía haber sido borrada por los demonios que
los poseían, de modo que se asemejaban más a fieras que a hombres.
Los discípulos y sus compañeros huyeron aterrorizados; pero
al rato notaron que Jesús no estaba con ellos y se volvieron para
buscarle. Allí estaba donde le habían dejado. El que había calmado
la tempestad, que antes había arrostrado y vencido a Satanás, no
huyó delante de esos demonios. Cuando los hombres, crujiendo
los dientes y echando espuma por la boca, se acercaron a él, Jesús
levantó aquella mano que había ordenado a las olas que se calmasen,
y los hombres no pudieron acercarse más. Estaban de pie, furiosos,
pero impotentes delante de él.
Con autoridad ordenó a los espíritus inmundos que saliesen. Sus
palabras penetraron las obscurecidas mentes de los desafortunados.
Vagamente, se dieron cuenta de que estaban cerca de alguien que
podía salvarlos de los atormentadores demonios. Cayeron a los pies
del Salvador para adorarle; pero cuando sus labios se abrieron para
pedirle misericordia, los demonios hablaron por su medio claman-
do vehementemente: “¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios
Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes.”
Jesús preguntó: “¿Cómo te llamas?” Y la respuesta fué: “Legión
me llamo; porque somos muchos.” Empleando a aquellos hombres
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afligidos como medios de comunicación, rogaron a Jesús que no los
mandase fuera del país. En la ladera de una montaña no muy distante
pacía una gran piara de cerdos. Los demonios pidieron que se les
permitiese entrar en ellos, y Jesús se lo concedió. Inmediatamente
el pánico se apoderó de la piara. Echó a correr desenfrenadamente
por el acantilado, y sin poder detenerse en la orilla, se arrojó al lago,
donde pereció.
Mientras tanto, un cambio maravilloso se había verificado en los
endemoniados. Había amanecido en sus mentes. Sus ojos brillaban