312
El Deseado de Todas las Gentes
ministerio abnegado, será más eficaz para reformar al que yerra que
la espada o el tribunal. Estas cosas son necesarias para infundir terror
al violador de la ley, pero el amante misionero puede hacer más que
esto. Con frecuencia, el corazón se endurecerá bajo la reprensión;
pero se enternecerá bajo el amor de Cristo. El misionero puede no
sólo aliviar las enfermedades físicas, sino que puede conducir al
pecador al gran Médico, quien es capaz de limpiar el alma de la
lepra del pecado. Por medio de sus siervos, Dios quiere que los
enfermos, los infortunados, los poseídos de espíritus malos, oigan
su voz. Mediante sus agentes humanos, desea ser un “Consolador”
cuyo igual el mundo no conoce.
En su primera jira misionera, los discípulos debían ir solamente
a “las ovejas perdidas de la casa de Israel.” Si entonces hubiesen
predicado el Evangelio a los gentiles o a los samaritanos, habrían
perdido su influencia sobre los judíos. Excitando el prejuicio de
los fariseos, se habrían metido en una controversia que los habría
desanimado en el mismo comienzo de sus labores. Aun los após-
toles fueron lentos en comprender que el Evangelio debía darse a
todas las naciones. Mientras ellos mismos no comprendieron esta
verdad, no estuvieron preparados para trabajar por los gentiles. Si
los judíos querían recibir el Evangelio, Dios se proponía hacerlos
sus mensajeros a los gentiles. Por lo tanto, eran los primeros que
debían oír el mensaje.
Por todo el campo de labor de Cristo, había almas despertadas
que comprendían ahora su necesidad y tenían hambre y sed de la
verdad. Había llegado el tiempo en que debían mandarse las nuevas
de su amor a esas almas anhelantes. A todas éstas, debían ir los
discípulos como representantes de Cristo. Los creyentes habían de
ser inducidos a mirarlos como maestros divinamente designados, y
cuando el Salvador les fuese quitado no quedarían sin instructores.
En esta primera jira, los discípulos debían ir solamente adonde
Jesús había estado antes y había conquistado amigos. Su prepara-
ción para el viaje debía ser de lo más sencilla. No debían permitir
que cosa alguna distrajese su atención de su gran obra, despertase
[318]
oposición o cerrase la puerta a labores ulteriores. No debían adoptar
la indumentaria de los maestros religiosos ni usar atavío alguno que
los distinguiese de los humildes campesinos. No debían entrar en las
sinagogas y convocar a las gentes a cultos públicos; sus esfuerzos