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El Deseado de Todas las Gentes
los hijos, y echarlo a los perrillos.” Esto era virtualmente aseverar
que no era justo conceder a los extranjeros y enemigos de Israel
las bendiciones traídas al pueblo favorecido de Dios. Esta respuesta
habría desanimado completamente a una suplicante menos ferviente.
Pero la mujer vió que había llegado su oportunidad. Bajo la aparente
negativa de Jesús, vió una compasión que él no podía ocultar. “Sí,
Señor—contestó;—mas los perrillos comen de las migajas que caen
de la mesa de sus señores.” Mientras que los hijos de la casa comen
en la mesa del padre, los perros mismos no quedan sin alimento.
Tienen derecho a las migajas que caen de la mesa abundantemente
surtida. Así que mientras muchas bendiciones se daban a Israel, ¿no
había también alguna para ella? Si era considerada como perro, ¿no
tenía, como tal, derecho a una migaja de su gracia?
Jesús acababa de apartarse de su campo de labor porque los
escribas y fariseos estaban tratando de quitarle la vida. Ellos mur-
muraban y se quejaban. Manifestaban incredulidad y amargura, y
rechazaban la salvación que tan gratuitamente se les ofrecía. En este
caso, Cristo se encuentra con un miembro de una raza infortunada y
despreciada, que no había sido favorecida por la luz de la Palabra de
Dios; y sin embargo esa persona se entrega en seguida a la divina
influencia de Cristo y tiene fe implícita en su capacidad de conce-
derle el favor pedido. Ruega que se le den las migajas que caen de
la mesa del Maestro. Si puede tener el privilegio de un perro, está
dispuesta a ser considerada como tal. No tiene prejuicio nacional ni
religioso, ni orgullo alguno que influya en su conducta, y reconoce
inmediatamente a Jesús como el Redentor y como capaz de hacer
todo lo que ella le pide.
El Salvador está satisfecho. Ha probado su fe en él. Por su trato
con ella, ha demostrado que aquella que Israel había considerado
como paria, no es ya extranjera sino hija en la familia de Dios. Y
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como hija, es su privilegio participar de los dones del Padre. Cristo
le concede ahora lo que le pedía, y concluye la lección para los
discípulos. Volviéndose hacia ella con una mirada de compasión
y amor, dice: “Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como
quieres.” Desde aquella hora su hija quedó sana. El demonio no la
atormentó más. La mujer se fué, reconociendo a su Salvador y feliz
por haber obtenido lo que pidiera.