Página 382 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
verdadera idea de su carácter o de su obra. Pero día tras día, se
estaba revelando a ellos como el Salvador, y así deseaba darles un
verdadero concepto de sí como el Mesías.
Los discípulos seguían esperando que Cristo reinase como prín-
cipe temporal. Creían que, si bien les había ocultado durante tanto
tiempo su designio, no permanecería siempre en la pobreza y obscu-
ridad; que debía estar acercándose el tiempo en que establecería su
reino. Nunca creyeron los discípulos que los sacerdotes y rabinos
no iban a cejar en su odio, que Cristo sería rechazado por su propia
nación, condenado como impostor y crucificado como malhechor.
Pero la hora del poder de las tinieblas se acercaba y Jesús debía ex-
plicar a sus discípulos el conflicto que les esperaba. El se entristecía
al pensar en la prueba.
Hasta entonces había evitado darles a conocer cualquier cosa que
se relacionase con sus sufrimientos y su muerte. En su conversación
con Nicodemo había dicho: “Como Moisés levantó la serpiente en
el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado;
para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga
vida eterna.
Pero los discípulos no lo habían oído, y si lo hubiesen
oído, no lo habrían comprendido. Pero ahora habían estado con
Jesús, escuchando sus palabras y contemplando sus obras, hasta
que, no obstante la humildad de su ambiente y la oposición de los
sacerdotes y del pueblo, podían unirse al testimonio de Pedro: “Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” Ahora había llegado el
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momento de apartar el velo que ocultaba el futuro. “Desde aquel
tiempo comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le convenía ir
a Jerusalem, y padecer mucho de los ancianos, y de los príncipes de
los sacerdotes, y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer
día.”
Los discípulos escuchaban mudos de tristeza y asombro. Cristo
había aceptado el reconocimiento de Pedro cuando le declaró Hijo
de Dios; y ahora sus palabras, que anunciaban sus sufrimientos y su
muerte, parecían incomprensibles. Pedro no pudo guardar silencio.
Se asió de su Maestro como para apartarlo de su suerte inminente,
exclamando: “Señor, ten compasión de ti: en ninguna manera esto
te acontezca.”
Pedro amaba a su Señor; pero Jesús no le elogió por manifestar
así el deseo de escudarle del sufrimiento. Las palabras de Pedro no