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El Deseado de Todas las Gentes
mos aquí, y hagamos tres pabellones: para ti uno, y para Moisés otro,
y para Elías otro.” Los discípulos confían en que Moisés y Elías han
sido enviados para proteger a su Maestro y establecer su autoridad
real.
Pero antes de la corona debe venir la cruz; y el tema de la
conferencia con Jesús no es su inauguración como rey, sino su falle-
cimiento, que ha de acontecer en Jerusalén. Llevando la debilidad de
la humanidad y cargado con su tristeza y pecado, Cristo anduvo solo
en medio de los hombres. Mientras las tinieblas de la prueba venide-
ra le apremiaban, estuvo espiritualmente solo en un mundo que no le
conocía. Aun sus amados discípulos, absortos en sus propias dudas,
tristezas y esperanzas ambiciosas, no habían comprendido el miste-
rio de su misión. El había morado entre el amor y la comunión del
cielo; pero en el mundo que había creado, se hallaba en la soledad.
Ahora el Cielo había enviado sus mensajeros a Jesús; no ángeles,
sino hombres que habían soportado sufrimientos y tristezas y podían
simpatizar con el Salvador en la prueba de su vida terrenal. Moisés
y Elías habían sido colaboradores de Cristo. Habían compartido
su anhelo de salvar a los hombres. Moisés había rogado por Israel:
“Que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que
has escrito.
Elías había conocido la soledad de espíritu mientras
durante tres años y medio había llevado el peso del odio y la desgra-
cia de la nación. Había estado solo de parte de Dios sobre el monte
Carmelo. Solo, había huído al desierto con angustia y desesperación.
Estos hombres, escogidos antes que cualquier ángel que rodease el
trono, habían venido para conversar con Jesús acerca de las escenas
de sus sufrimientos, y para consolarle con la seguridad de la simpatía
del cielo. La esperanza del mundo, la salvación de todo ser humano,
fué el tema de su entrevista.
Vencidos por el sueño, los discípulos oyeron poco de lo que
sucedió entre Cristo y los mensajeros celestiales. Por haber dejado
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de velar y orar, no habían recibido lo que Dios deseaba darles: un
conocimiento de los sufrimientos de Cristo y de la gloria que había
de seguirlos. Perdieron la bendición que podrían haber obtenido
compartiendo su abnegación. Estos discípulos eran lentos para creer
y apreciaban poco el tesoro con que el Cielo trataba de enriquecerlos.
Sin embargo, recibieron gran luz. Se les aseguró que todo el
cielo conocía el pecado de la nación judía al rechazar a Cristo. Se