¿Quién es el mayor?
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Cuando Jesús les dijo que iba a morir y resucitar, estaba tratando
de entablar una conversación con ellos acerca de la gran prueba de su
fe. Si hubiesen estado listos para recibir lo que deseaba comunicarles,
se habrían ahorrado amarga angustia y desesperación. Sus palabras
les habrían impartido consuelo en la hora de duelo y desilusión.
Pero aunque había hablado muy claramente de lo que le esperaba,
la mención de que pronto iba a ir a Jerusalén reanimó en ellos la
esperanza de que se estuviese por establecer el reino y los indujo
a preguntarse quiénes desempeñarían los cargos más elevados. Al
volver Pedro del mar, los discípulos le hablaron de la pregunta del
Salvador, y al fin uno se atrevió a preguntar a Jesús: “¿Quién es el
mayor en el reino de los cielos?”
El Salvador reunió a sus discípulos en derredor de sí y les dijo:
“Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servi-
dor de todos.” Tenían estas palabras una solemnidad y un carácter
impresionante que los discípulos distaban mucho de comprender.
Ellos no podían ver lo que Cristo discernía. No percibían la natura-
leza del reino de Cristo, y esta ignorancia era la causa aparente de
su disputa. Pero la verdadera causa era más profunda. Explicando la
naturaleza del reino, Cristo podría haber apaciguado su disputa por el
momento; pero esto no habría alcanzado la causa fundamental. Aun
después de haber recibido el conocimiento más completo, cualquier
cuestión de preferencia podría renovar la dificultad, y el desastre
podría amenazar a la iglesia después de la partida de Cristo. La lucha
por el puesto más elevado era la manifestación del mismo espíritu
que diera origen a la gran controversia en los mundos superiores e
hiciera bajar a Cristo del cielo para morir. Surgió delante de él una
visión de Lucifer, el hijo del alba, que superaba en gloria a todos
los ángeles que rodean el trono y estaba unido al Hijo de Dios por
los vínculos más íntimos. Lucifer había dicho: “Seré semejante al
Altísimo,
y su deseo de exaltación había introducido la lucha en
los atrios celestiales y desterrado una multitud de las huestes de
Dios. Si Lucifer hubiese deseado realmente ser como el Altísimo, no
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habría abandonado el puesto que le había sido señalado en el cielo;
porque el espíritu del Altísimo se manifiesta sirviendo abnegadamen-
te. Lucifer deseaba el poder de Dios, pero no su carácter. Buscaba
para sí el lugar más alto, y todo ser impulsado por su espíritu hará lo
mismo. Así resultarán inevitables el enajenamiento, la discordia y