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El Deseado de Todas las Gentes
El corazón de piedra se quebranta. Una oleada de amor inunda
el alma. Cristo es en él una fuente de agua que brota para vida
eterna. Cuando vemos a Jesús, Varón de dolores y experimentado
en quebrantos, trabajando para salvar a los perdidos, despreciado,
escarnecido, echado de una ciudad a la otra hasta que su misión fué
cumplida; cuando le contemplamos en Getsemaní, sudando gruesas
gotas de sangre, y muriendo en agonía sobre la cruz; cuando vemos
eso, no podemos ya reconocer el clamor del yo. Mirando a Jesús, nos
avergonzaremos de nuestra frialdad, de nuestro letargo, de nuestro
egoísmo. Estaremos dispuestos a ser cualquier cosa o nada, para
servir de todo corazón al Maestro. Nos regocijará el llevar la cruz
en pos de Jesús, el sufrir pruebas, vergüenza o persecución por su
amada causa.
“Así que, los que somos más firmes debemos sobrellevar las
flaquezas de los flacos, y no agradarnos a nosotros mismos.
A
nadie que crea en Cristo se le debe tener en poco, aun cuando su fe
sea débil y sus pasos vacilen como los de un niñito. Todo lo que nos
da ventaja sobre otro—sea la educación o el refinamiento, la nobleza
de carácter, la preparación cristiana o la experiencia religiosa—nos
impone una deuda para con los menos favorecidos; y debemos
servirlos en cuanto esté en nuestro poder. Si somos fuertes, debemos
corroborar las manos de los débiles. Los ángeles de gloria, que
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contemplan constantemente el rostro del Padre en el cielo, se gozan
en servir a sus pequeñuelos. Las almas temblorosas, que tienen tal
vez muchos rasgos de carácter censurables, les son especialmente
encargadas. Hay siempre ángeles presentes donde más se necesitan,
con aquellos que tienen que pelear la batalla más dura contra el yo y
cuyo ambiente es más desalentador. Y los verdaderos seguidores de
Cristo cooperarán en ese ministerio.
Si alguno de estos pequeñuelos fuese vencido y obrase mal
contra nosotros, es nuestro deber procurar su restauración. No es-
peremos que haga el primer esfuerzo de reconciliación. “¿Qué os
parece?—pregunta Cristo.—Si tuviese algún hombre cien ovejas,
y se descarriase una de ellas, ¿no iría por los montes, dejadas las
noventa y nueve, a buscar la que se había descarriado? Y si aconte-
ciese hallarla, de cierto os digo, que más se goza de aquélla, que de
las noventa y nueve que no se descarriaron. Así, no es la voluntad