La fiesta de las cabañas
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contemplaba lo invisible, hablaba de lo terreno y lo celestial, de lo
humano y de lo divino, con autoridad positiva. Sus palabras eran muy
claras y convincentes; y de nuevo, como en Capernaúm, la gente se
asombró de su doctrina; “porque su palabra era con potestad.
Con
una variedad de representaciones advirtió a sus oyentes la calamidad
que seguiría a todos los que rechazasen las bendiciones que él había
venido a traerles. Les había dado toda prueba posible de que venía
de Dios, y había hecho todo esfuerzo posible para inducirlos al
arrepentimiento. No quería ser rechazado y asesinado por su propia
nación si podía salvarla de la culpabilidad de un hecho semejante.
Todos se admiraban de su conocimiento de la ley y las profecías;
y de uno a otro pasaba la pregunta: “¿Cómo sabe éste letras, no
habiendo aprendido?” Nadie era considerado apto para ser maestro
religioso a menos que hubiese estudiado en la escuela de los rabinos,
y tanto Jesús como Juan el Bautista habían sido representados como
ignorantes porque no habían recibido esta preparación. Los que les
oían se asombraban de su conocimiento de las Escrituras, “no ha-
biendo aprendido.” A la verdad no habían aprendido de los hombres;
pero el Dios del cielo era su Maestro, y de él habían recibido la más
alta sabiduría.
Mientras Jesús hablaba en el atrio del templo, la gente permane-
cía hechizada. Los mismos hombres que eran más violentos contra
él se veían imposibilitados para perjudicarle. Por el momento, todos
los demás intereses eran olvidados.
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Día tras día enseñaba a la gente, hasta el último, “el postrer día
grande de la fiesta.” La mañana de aquel día halló al pueblo cansado
por el largo período de festividades. De repente, Jesús alzó la voz,
en tono que repercutía por los atrios del templo, y dijo:
“Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí,
como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su vientre.” La
condición del pueblo daba fuerza a este llamamiento. Habían estado
participando de una continua escena de pompa y festividad, sus ojos
estaban deslumbrados por la luz y el color, y sus oídos halagados
por la más rica música; pero no había nada en toda esta ceremonia
que satisficiese las necesidades del espíritu, nada que aplacase la sed
del alma por lo imperecedero. Jesús los invitaba a venir y beber en
la fuente de la vida, de aquello que sería en ellos un manantial de
agua que brotara para vida eterna.