Entre trampas y peligros
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conocer la verdad, sino de hallar alguna excusa para evadirla; Cristo
demostró que ésta era la razón por la cual ellos no comprendían su
enseñanza.
Dió luego una prueba por la cual podía distinguirse al verdadero
maestro del impostor: “El que habla de sí mismo, su propia gloria
busca; mas el que busca la gloria del que le envió, éste es verdadero,
y no hay en él injusticia.” El que busca su propia gloria habla tan sólo
de sí mismo. El espíritu de exaltación propia delata su origen. Pero
Cristo estaba buscando la gloria de Dios. Pronunciaba las palabras
de Dios. Tal era la evidencia de su autoridad como maestro de la
verdad.
Jesús dió a los rabinos una evidencia de su divinidad, demostrán-
doles que leía su corazón. Desde que había curado al paralítico en
Betesda, habían estado maquinando su muerte. Así violaban ellos
mismos la ley que profesaban defender. “¿No os dió Moisés la ley—
dijo él,—y ninguno de vosotros hace la ley? ¿Por qué me procuráis
matar?”
Como raudo fulgor de luz, esas palabras revelaron a los rabinos
el abismo de ruina al cual se estaban por lanzar. Por un instante
quedaron llenos de terror. Vieron que estaban en conflicto con el
poder infinito, pero no querían ser amonestados. A fin de mantener
su influencia sobre la gente, querían ocultar sus designios homici-
das. Eludiendo la pregunta de Jesús, exclamaron: “Demonio tienes:
¿quién te procura matar?” Insinuaban que las obras maravillosas de
Jesús eran instigadas por un mal espíritu.
Cristo no prestó atención a esta insinuación. Continuó demos-
trando que su obra de curación en Betesda estaba en armonía con
la ley sabática, que estaba justificada por la interpretación que los
judíos mismos daban a la ley. Dijo: “Cierto, Moisés os dió la circun-
cisión, ... y en sábado circuncidáis al hombre.” Según la ley, cada
niño debía ser circuncidado el octavo día. Si ese día caía en sábado,
el rito debía cumplirse entonces. ¿Cuánto más armonizaba con el
espíritu de la ley el hacer “sano todo un hombre” en sábado? Y
les aconsejó: “No juzguéis según lo que parece, mas juzgad justo
juicio.”
Los príncipes quedaron callados; y muchos del pueblo excla-
maron: “¿No es éste al que buscan para matarlo? Y he aquí, habla
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