Página 422 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
Muchos son engañados hoy de la misma manera que los judíos.
Hay maestros religiosos que leen la Biblia a la luz de su propio en-
tendimiento y tradiciones; y las gentes no escudriñan las Escrituras
por su cuenta, ni juzgan por sí mismas la verdad, sino que renuncian
a su propio criterio y confían sus almas a sus dirigentes. La predi-
cación y enseñanza de su Palabra es uno de los medios que Dios
ordenó para difundir la luz; pero debemos someter la enseñanza de
cada hombre a la prueba de la Escritura. Quienquiera que estudie
con oración la Biblia, deseando conocer la verdad para obedecerla
recibirá iluminación divina. Comprenderá las Escrituras. “El que
quisiere hacer su voluntad, conocerá de la doctrina.”
El último día de la fiesta, los oficiales enviados por los sacerdotes
y príncipes para arrestar a Jesús volvieron sin él. Los interrogaron
airadamente: “¿Por qué no le trajisteis?” Con rostro solemne, con-
testaron: “Nunca ha hablado hombre así como este hombre.”
Aunque de corazón empedernido, fueron enternecidos por sus
palabras. Mientras estaba hablando en el atrio del templo, se habían
quedado cerca, a fin de oír algo que pudiese volverse contra él. Pero
mientras escuchaban, se olvidaron del propósito con que habían
venido. Estaban como arrobados. Cristo se reveló en sus almas.
Vieron aquello que los sacerdotes y príncipes no querían ver: la
humanidad inundada por la gloria de la divinidad. Volvieron tan
llenos de este pensamiento, tan impresionados por sus palabras,
que a la pregunta: “¿Por qué no le trajisteis?” pudieron tan sólo
responder: “Nunca ha hablado hombre así como este hombre.”
Los sacerdotes y príncipes, al llegar por primera vez a la pre-
sencia de Cristo, habían sentido la misma convicción. Su corazón
se había conmovido profundamente, se había grabado en ellos el
pensamiento: “Nunca ha hablado hombre así como este hombre.”
Pero habían ahogado la convicción del Espíritu Santo. Ahora, enfu-
recidos porque aun los instrumentos de la ley sentían la influencia
del odiado Galileo, clamaron: “¿Estáis también vosotros engañados?
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¿Ha creído en él alguno de los príncipes, o de los fariseos? Mas estos
comunales que no saben la ley, malditos son.”
Aquellos a quienes se anuncia el mensaje de verdad rara vez
preguntan: “¿Es verdad?” sino “¿Quién lo propaga?” Las multitudes
lo estiman por el número de los que lo aceptan; y se vuelve a hacer
la pregunta: “¿Ha creído en él alguno de los hombres instruídos o