Entre trampas y peligros
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de los dirigentes de la religión?” Los hombres no están hoy más
en favor de la verdadera piedad que en los días de Cristo. Siguen
buscando intensamente el beneficio terrenal, con descuido de las
riquezas eternas; y no es un argumento contra la verdad el hecho
de que muchos no estén dispuestos a aceptarla, o de que no sea
recibida por los grandes de este mundo, ni siquiera por los dirigentes
religiosos.
Otra vez los sacerdotes y príncipes procedieron a hacer planes
para arrestar a Jesús. Insistían en que si se le dejase en libertad,
apartaría al pueblo de los dirigentes establecidos, y que la única con-
ducta segura consistía en acallarle sin dilación. En el apogeo de su
disensión, fueron estorbados repentinamente. Nicodemo preguntó:
“Juzga nuestra ley a hombre, si primero no oyere de él, y entendiere
lo que ha hecho?” El silencio cayó sobre la asamblea. Las palabras
de Nicodemo penetraron en las conciencias. No podían condenar a
un hombre sin haberlo oído. No sólo por esta razón permanecieron
silenciosos los altaneros gobernantes, mirando fijamente a aquel que
se atrevía a hablar en favor de la justicia. Quedaron asombrados y
enfadados de que uno de entre ellos mismos hubiese sido tan im-
presionado por el carácter de Jesús, que pronunciara una palabra en
su defensa. Reponiéndose de su asombro, se dirigieron a Nicodemo
con mordaz sarcasmo: “¿Eres tú también Galileo? Escudriña y ve
que de Galilea nunca se levantó profeta.”
Sin embargo, la protesta detuvo el procedimiento del consejo.
Los gobernantes no pudieron llevar a cabo su propósito de condenar
a Jesús sin oírle. Derrotados por el momento, “fuése cada uno a su
casa. Y Jesús se fué al monte de las Olivas.”
Jesús se apartó de la excitación y confusión de la ciudad, de
las ávidas muchedumbres y de los traicioneros rabinos, para ir a la
tranquilidad de los huertos de olivos, donde podía estar solo con
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Dios. Pero temprano por la mañana volvió al templo, y al ser rodeado
por la gente, se sentó y les enseñó.
Pronto fué interrumpido. Un grupo de fariseos y escribas se
acercó a él, arrastrando a una mujer aterrorizada, a quien, con voces
duras y ávidas, acusaron de haber violado el séptimo mandamiento.
Habiéndola empujado hasta la presencia de Jesús, le dijeron, con
hipócrita manifestación de respeto: “En la ley Moisés nos mandó
apedrear a las tales: tú pues, ¿qué dices?”