Página 424 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
La reverencia que ellos manifestaban ocultaba una profunda ma-
quinación para arruinar a Jesús. Querían valerse de esta oportunidad
para asegurar su condena, pensando que cualquiera que fuese la de-
cisión hecha por él, hallarían ocasión para acusarle. Si indultaba a la
mujer, se le acusaría de despreciar la ley de Moisés. Si la declaraba
digna de muerte, se le podría acusar ante los romanos de asumir una
autoridad que les pertenecía sólo a ellos.
Jesús miró un momento la escena: la temblorosa víctima aver-
gonzada, los dignatarios de rostro duro, sin rastros de compasión
humana. Su espíritu de pureza inmaculada sentía repugnancia por
este espectáculo. Bien sabía él con qué propósito se le había traído
este caso. Leía el corazón, y conocía el carácter y la vida de cada
uno de los que estaban en su presencia. Aquellos hombres que se
daban por guardianes de la justicia habían inducido ellos mismos a
su víctima al pecado, a fin de poder entrampar a Jesús. No dando
señal de haber oído la pregunta, se agachó y, fijos los ojos en el
suelo, empezó a escribir en el polvo.
Impacientes por su dilación y su aparente indiferencia, los acu-
sadores se acercaron, para imponer el asunto a su atención. Pero
cuando sus ojos, siguiendo los de Jesús, cayeron sobre el pavimento
a sus pies, cambió la expresión de su rostro. Allí, trazados delante
de ellos, estaban los secretos culpables de su propia vida. El pueblo,
que miraba, vió el cambio repentino de expresión, y se adelantó
para descubrir lo que ellos estaban mirando con tanto asombro y
vergüenza.
Al par que profesaban reverencia por la ley, los rabinos, al pre-
sentar la acusación contra la mujer, estaban violando lo que la ley
establecía. Era el deber del esposo iniciar la acción contra ella. Y
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las partes culpables debían ser castigadas por igual. La acción de
los acusadores no tenía ninguna autorización. Jesús, por lo tanto, les
hizo frente en su propio terreno. La ley especificaba que al castigar
por apedreamiento, los testigos del caso debían arrojar la primera
piedra. Levantándose entonces, y fijando sus ojos en los ancianos
maquinadores, Jesús dijo: “El que de vosotros esté sin pecado, arroje
contra ella la piedra el primero.” Y volviéndose a agachar, continuó
escribiendo en el suelo.
No había puesto de lado la ley dada por Moisés, ni había usur-
pado la autoridad de Roma. Los acusadores habían sido derrotados.