Página 438 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
he dicho, y no habéis atendido: ¿por qué lo queréis otra vez oír?
¿queréis también vosotros haceros sus discípulos? Y le ultrajaron,
y dijeron: Tú eres su discípulo; pero nosotros discípulos de Moisés
somos. Nosotros sabemos que a Moisés habló Dios: mas éste no
sabemos de dónde es.”
El Señor Jesús conocía la prueba por la cual estaba pasando
el hombre, y le dió gracia y palabras, de modo que llegó a ser un
testigo por Cristo. Respondió a los fariseos con palabras que eran
una hiriente censura a sus preguntas. Aseveraban ser los expositores
de las Escrituras y los guías religiosos de la nación; sin embargo,
había allí Uno que hacía milagros, y ellos confesaban ignorar tanto
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la fuente de su poder, como su carácter y pretensiones. “Por cierto,
maravillosa cosa es ésta—dijo el hombre,—que vosotros no sabéis
de dónde sea, y a mí me abrió los ojos. Y sabemos que Dios no
oye a los pecadores: mas si alguno es temeroso de Dios, y hace su
voluntad, a éste oye. Desde el siglo no fué oído, que abriese alguno
los ojos de uno que nació ciego. Si éste no fuera de Dios, no pudiera
hacer nada.”
El hombre había hecho frente a sus inquisidores en su propio
terreno. Su razonamiento era incontestable. Los fariseos estaban
atónitos y enmudecieron, hechizados ante sus palabras penetrantes
y resueltas. Durante un breve momento guardaron silencio. Luego
esos ceñudos sacerdotes y rabinos recogieron sus mantos, como
si hubiesen temido contaminarse por el trato con él, sacudieron el
polvo de sus pies, y lanzaron denuncias contra él: “En pecados eres
nacido todo, ¿y tú
nos
enseñas?” Y le excomulgaron.
Jesús se enteró de lo hecho; y hallándolo poco después, le dijo:
“¿Crees tú en el Hijo de Dios?”
Por primera vez el ciego miraba el rostro de Aquel que le sanara.
Delante del concilio había visto a sus padres turbados y perplejos;
había mirado los ceñudos rostros de los rabinos; ahora sus ojos
descansaban en el amoroso y pacífico semblante de Jesús. Antes de
eso, a gran costo para él, le había reconocido como delegado del
poder divino; ahora se le concedió una revelación mayor.
A la pregunta del Salvador: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” el
ciego respondió: “¿Quién es, Señor, para que crea en él?” Y Jesús
dijo: “Y le has visto, y el que habla contigo, él es.” El hombre se
arrojó a los pies del Salvador para adorarle. No solamente había