Página 443 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El divino pastor
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amontada, ni buscasteis la perdida; sino que os habéis enseñoreado
de ellas con dureza y con violencia.
Durante todos los siglos, los filósofos y maestros han estado
presentando al mundo teorías para satisfacer la necesidad del alma.
Cada nación pagana ha tenido sus grandes maestros y sus sistemas
religiosos que han ofrecido otros medios de redención que Cristo,
han apartado los ojos de los hombres del rostro del Padre y han
llenado los corazones de miedo a Aquel que les había dado solamen-
te bendiciones. Su obra tiende a despojar a Dios de aquello que le
pertenece por la creación y por la redención. Y esos falsos maestros
roban asimismo a los hombres. Millones de seres humanos están
sujetos a falsas religiones, en la esclavitud del miedo abyecto, de la
indiferencia estólida, trabajando duramente como bestias de carga,
despojados de esperanza o gozo o aspiración aquí, y dominados tan
sólo por un sombrío temor de lo futuro. Solamente el Evangelio de
la gracia de Dios puede elevar el alma. La contemplación del amor
de Dios manifestado en su Hijo conmoverá el corazón y desperta-
rá las facultades del alma como ninguna otra cosa puede hacerlo.
Cristo vino para crear de nuevo en el hombre la imagen de Dios; y
cualquiera que aleje a los hombres de Cristo los aleja de la fuente
del verdadero desarrollo; los despoja de la esperanza, el propósito y
la gloria de la vida. Es ladrón y robador.
“El que entra por la puerta, el pastor de las ovejas es.” Cristo
es la puerta y también el pastor. El entra por sí mismo. Es por su
propio sacrificio como llega a ser pastor de las ovejas. “A éste abre
el portero, y las ovejas oyen su voz: y a sus ovejas llama por nombre,
y las saca. Y como ha sacado fuera todas las propias, va delante de
ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz.”
De todas las criaturas, la oveja es una de las más tímidas e in-
defensas, y en el Oriente el cuidado del pastor por su rebaño es
incansable e incesante. Antiguamente, como ahora, había poca se-
guridad fuera de las ciudades amuralladas. Los merodeadores de las
tribus errantes, o las bestias feroces que tenían sus guaridas entre las
rocas, acechaban para saquear los rebaños. El pastor velaba por su
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rebaño, sabiendo que lo hacía con peligro de su propia vida. Jacob,
que cuidaba los rebaños de Labán en los campos de Harán, dice,
describiendo su infatigable labor: “De día me consumía el calor, y
de noche la helada, y el sueño se huía de mis ojos.
Y fué mientras