Página 456 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
humildes. A menudo, mientras él había presentado las Escrituras
del Antiguo Testamento, y les había mostrado como se aplicaban
a él y a su obra de expiación, ellos habían sido despertados por su
Espíritu y elevados a una atmósfera celestial. Tenían una compren-
sión más clara de las verdades espirituales habladas por los profetas
que sus mismos autores. En adelante habrían de leer las Escrituras
del Antiguo Testamento, no como las doctrinas de los escribas y
fariseos, no como las declaraciones de sabios que habían muerto,
sino como una nueva revelación de Dios. Veían a Aquel “al cual el
mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce: mas vosotros
le conocéis; porque está con vosotros, y será en vosotros.
Lo único que nos permite obtener una comprensión más per-
fecta de la verdad consiste en que mantengamos nuestro corazón
enternecido y sojuzgado por el Espíritu de Cristo. El alma debe ser
limpiada de la vanidad y el orgullo, y vaciada de todo lo que la
domina; y Cristo debe ser entronizado en ella. La ciencia humana
es demasiado limitada para comprender el sacrificio expiatorio. El
plan de la redención es demasiado abarcante para que la filosofía
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pueda explicarlo. Será siempre un misterio insondable para el ra-
zonamiento más profundo. La ciencia de la salvación no puede ser
explicada; pero puede ser conocida por experiencia. Solamente el
que ve su propio carácter pecaminoso puede discernir la preciosidad
del Salvador.
Las lecciones que Jesús enseñaba mientras iba lentamente de
Galilea a Jerusalén estaban llenas de instrucción. El pueblo escu-
chaba ansiosamente sus palabras. En Perea y Galilea, el pueblo no
estaba tan dominado por el fanatismo de los judíos como en Judea,
y las enseñanzas de Cristo hallaban cabida en los corazones.
Presentó muchas de sus parábolas durante estos últimos meses de
su ministerio. Los sacerdotes y rabinos le perseguían cada vez más
acerbamente, y las amonestaciones que les dirigiera iban veladas
en símbolos. Ellos no podían dejar de entender lo que quería decir,
aunque no podían hallar en qué fundar una acusación contra él. En la
parábola del fariseo y el publicano, la suficiencia propia manifestada
en la oración: “Dios, te doy gracias, que no soy como los otros
hombres,” contrastaba vívidamente con la plegaria del penitente:
“Dios, sé propicio a mí pecador.
Así censuró Cristo la hipocresía
de los judíos. Y bajo las figuras de la higuera estéril y de la gran cena