El buen Samaritano
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aceite y vino que llevaba para el viaje. Lo alzó sobre su propia bestia
y lo condujo lentamente a paso uniforme, de modo que el extraño
no fuera sacudido y sus dolores no aumentaran. Lo llevó a un mesón
y lo cuidó durante la noche, vigilándolo con ternura. Por la mañana,
cuando el enfermo había mejorado, el samaritano se propuso seguir
su camino. Pero antes de hacerlo, lo encomendó al huésped, pagó
los gastos y dejó un depósito en su favor; y no contento aún con
esto, hizo provisión para cualquier necesidad adicional, diciendo al
mesonero: “Cuídamele; y todo lo que de más gastares, yo cuando
vuelva te lo pagaré.”
Después de terminar la historia, Jesús fijó sus ojos en el doctor
de la ley, con una mirada que parecía leer su alma, y dijo: “¿Quién,
pues, de estos tres te parece que fué el prójimo de aquel que cayó en
manos de los ladrones?”
El doctor de la ley no quiso tomar, ni aun ahora, el nombre
del samaritano en sus labios, y contestó: “El que usó con él de
misericordia.” Jesús dijo: “Ve, y haz
tú
lo mismo.”
Así la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?” está para siempre
contestada. Cristo demostró que nuestro prójimo no es meramente
quien pertenece a la misma iglesia o fe que nosotros. No tiene que
ver con distinción de raza, color o clase. Nuestro prójimo es toda
persona que necesita nuestra ayuda. Nuestro prójimo es toda alma
que está herida y magullada por el adversario. Nuestro prójimo es
todo aquel que pertenece a Dios.
Mediante la historia del buen samaritano, Jesús pintó un cuadro
de sí mismo y de su misión. El hombre había sido engañado, es-
tropeado, robado y arruinado por Satanás, y abandonado para que
pereciese; pero el Salvador se compadeció de nuestra condición de-
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sesperada. Dejó su gloria, para venir a redimirnos. Nos halló a punto
de morir, y se hizo cargo de nuestro caso. Sanó nuestras heridas. Nos
cubrió con su manto de justicia. Nos proveyó un refugio seguro e
hizo completa provisión para nosotros a sus propias expensas. Murió
para redimirnos. Señalando su propio ejemplo, dice a sus seguidores:
“Esto os mando: Que os améis los unos a los otros.” “Como os he
amado, que también os améis los unos a los otros.
La pregunta del doctor de la ley a Jesús había sido: “¿Haciendo
qué cosa poseeré la vida eterna?” Y Jesús, reconociendo el amor
a Dios y al hombre como la esencia de la justicia, le había dicho: