Página 477 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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“Una cosa te falta”
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driñara su carácter. Le amaba y anhelaba darle la paz, la gracia y
el gozo que cambiarían materialmente su carácter. “Una cosa te
falta—le dijo:—ve, vende todo lo que tienes, y da a los pobres, y
tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz.”
Cristo se sentía atraído a este joven. Sabía que era sincero en su
aserto: “Todo esto guardé desde mi juventud.” El Redentor anhelaba
crear en él un discernimiento que le habilitara para ver la necesidad
de una devoción nacida del corazón y de la bondad cristiana. An-
helaba ver en él un corazón humilde y contrito, que, consciente del
amor supremo que ha de dedicarse a Dios, ocultara su falta en la
perfección de Cristo.
Jesús vió en este príncipe precisamente la persona cuya ayuda
necesitaba si el joven quería llegar a ser colaborador con él en la obra
de la salvación. Con tal que quisiera ponerse bajo la dirección de
Cristo, sería un poder para el bien. En un grado notable, el príncipe
podría haber representado a Cristo; porque poseía cualidades que, si
se unía con el Salvador, le habilitarían para llegar a ser una fuerza
divina entre los hombres. Cristo, leyendo su carácter, le amó. El
amor hacia Cristo estaba despertándose en el corazón del príncipe;
porque el amor engendra amor. Jesús anhelaba verle colaborar con
él. Anhelaba hacerle como él, un espejo en el cual se reflejase la
semejanza de Dios. Anhelaba desarrollar la excelencia de su carác-
ter, y santificarle para uso del Maestro. Si el príncipe se hubiese
entregado a Cristo, habría crecido en la atmósfera de su presencia.
Si hubiese hecho esa elección, cuán diferente hubiera sido su futuro.
“Una cosa te falta,” dijo Jesús. “Si quieres ser perfecto, anda,
vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el
cielo; y ven, sígueme.” Cristo leyó el corazón del príncipe. Una sola
cosa le faltaba, pero ésta era un principio vital. Necesitaba el amor
de Dios en el alma. Esta sola falta, si no era suplida, le resultaría
fatal; corrompería toda su naturaleza. Tolerándola, el egoísmo se
fortalecería. A fin de que pudiese recibir el amor de Dios, debía
renunciar a su supremo amor a sí mismo.
Cristo dió a este hombre una prueba. Le invitó a elegir entre el
tesoro celestial y la grandeza mundanal. El tesoro celestial le era
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asegurado si quería seguir a Cristo. Pero debía renunciar al yo; debía
confiar su voluntad al dominio de Cristo. La santidad misma de Dios
le fué ofrecida al joven príncipe. Tuvo el privilegio de llegar a ser