Página 478 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
hijo de Dios y coheredero con Cristo del tesoro celestial. Pero debía
tomar la cruz y seguir al Salvador con verdadera abnegación.
Las palabras de Cristo fueron en verdad para el príncipe la invita-
ción: “Escogeos hoy a quién sirváis.
Le fué dejada a él la decisión.
Jesús anhelaba que se convirtiera. Le había mostrado la llaga de su
carácter, y con profundo interés vigilaba el resultado mientras el
joven pesaba la cuestión. Si decidía seguir a Cristo, debía obedecer
sus palabras en todo. Debía apartarse de sus proyectos ambiciosos.
Con qué anhelo ferviente, con qué ansia del alma, miró el Salvador
al joven, esperando que cediese a la invitación del Espíritu de Dios.
Cristo presentó las únicas condiciones que pondrían al príncipe
donde desarrollaría un carácter cristiano. Sus palabras eran palabras
de sabiduría, aunque parecían severas y exigentes. En su aceptación
y obediencia estaba la única esperanza de salvación del príncipe.
Su posición exaltada y sus bienes ejercían sobre su carácter una
sutil influencia para el mal. Si los prefiriese, suplantarían a Dios en
sus afectos. El guardar poco o mucho sin entregarlo a Dios sería
retener aquello que reduciría su fuerza moral y eficiencia; porque
si se aprecian las cosas de este inundo, por inciertas e indignas que
sean, llegan a absorberlo todo.
El príncipe discernió prestamente todo lo que entrañaban las
palabras de Cristo, y se entristeció. Si hubiese comprendido el valor
del don ofrecido, se habría alistado prestamente como uno de los
discípulos de Cristo. Era miembro del honorable concilio de los
judíos, y Satanás le estaba tentando con lisonjeras perspectivas de lo
futuro. Quería el tesoro celestial, pero también quería las ventajas
temporales que sus riquezas le proporcionarían. Lamentaba que
existiesen tales condiciones; deseaba la vida eterna, pero no estaba
dispuesto a hacer el sacrificio necesario. El costo de la vida eterna
le parecía demasiado grande, y se fué triste “porque tenía muchas
posesiones.”
Su aserto de que había guardado la ley de Dios era falso. De-
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mostró que las riquezas eran su ídolo. No podía guardar los manda-
mientos de Dios mientras el mundo ocupaba el primer lugar en sus
afectos. Amaba los dones de Dios más que al Dador. Cristo había
ofrecido su comunión al joven. “Sígueme,” le dijo. El Salvador no
significaba tanto para él como sus bienes o su propia fama entre
los hombres. Renunciar al visible tesoro terrenal por el invisible y