Página 488 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
palabras y por sus obras, se declaró el Autor de la resurrección. El
que iba a morir pronto en la cruz, estaba allí con las llaves de la
muerte, vencedor del sepulcro, y aseveraba su derecho y poder para
dar vida eterna.
A las palabras del Salvador: “¿Crees esto?” Marta respondió:
“Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que
has venido al mundo.” No comprendía en todo su significado las
palabras dichas por Cristo, pero confesó su fe en su divinidad y su
confianza de que él podía hacer cuanto le agradase.
“Y esto dicho, fuése, y llamó en secreto a María su hermana,
diciendo: El Maestro está aquí y te llama.” Dió su mensaje en forma
tan queda como le fué posible; porque los sacerdotes y príncipes
estaban listos para arrestar a Jesús en cuanto se les ofreciese la
oportunidad. Los clamores de las plañideras impidieron que las
palabras de Marta fuesen oídas.
Al recibir el mensaje, María se levantó apresuradamente y con
mirada y rostro anhelantes salió de la pieza. Pensando que iba al
sepulcro a llorar, las plañideras la siguieron. Cuando llegó al lugar
donde Jesús estaba, se postró a sus pies y dijo con labios temblorosos:
“Señor, si hubieras estado aquí, no fuera muerto mi hermano.” Los
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clamores de las plañideras eran dolorosos; y ella anhelaba poder
cambiar algunas palabras tranquilas a solas con Jesús. Pero conocía
la envidia y los celos que albergaban contra Cristo en su corazón
algunos de los presentes, y se limitó a expresar su pesar.
“Jesús entonces, como la vió llorando, y a los judíos que habían
venido juntamente con ella llorando, se conmovió en espíritu, y tur-
bóse.” Leyó el corazón de todos los presentes. Veía que, en muchos,
lo que pasaba como demostración de pesar era tan sólo fingimiento.
Sabía que algunos de los del grupo, que manifestaban ahora un pesar
hipócrita, estarían antes de mucho maquinando la muerte, no sólo
del poderoso taumaturgo, sino del que iba a ser resucitado de los
muertos. Cristo podría haberlos despojado de su falso pesar. Pero
dominó su justa indignación. No pronunció las palabras que po-
dría haber pronunciado con toda verdad, porque amaba a la que,
arrodillada a sus pies con tristeza, creía verdaderamente en él.
“¿Dónde le pusisteis?—preguntó.—Dícenle: Señor, ven y ve.”
Juntos se dirigieron a la tumba. Era una escena triste. Lázaro había
sido muy querido, y sus hermanas le lloraban con corazones que-