“Lázaro, ven fuera”
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brantados, mientras que los que habían sido sus amigos mezclaban
sus lágrimas con las de las hermanas enlutadas. A la vista de esta an-
gustia humana, y por el hecho de que los amigos afligidos pudiesen
llorar a sus muertos mientras el Salvador del mundo estaba al lado,
“lloró Jesús.” Aunque era Hijo de Dios, había tomado sobre sí la
naturaleza humana y le conmovía el pesar humano. Su corazón com-
pasivo y tierno se conmueve siempre de simpatía hacia los dolientes.
Llora con los que lloran y se regocija con los que se regocijan.
No era sólo por su simpatía humana hacia María y Marta por lo
que Jesús lloró. En sus lágrimas había un pesar que superaba tanto al
pesar humano como los cielos superan a la tierra. Cristo no lloraba
por Lázaro, pues iba a sacarle de la tumba. Lloró porque muchos
de los que estaban ahora llorando por Lázaro maquinarían pronto la
muerte del que era la resurrección y la vida. Pero ¡cuán incapaces
eran los judíos de interpretar debidamente sus lágrimas! Algunos
que no podían ver como causa de su pesar sino las circunstancias
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externas de la escena que estaba delante de él, dijeron suavemente:
“Mirad cómo le amaba.” Otros, tratando de sembrar incredulidad
en el corazón de los presentes, decían con irrisión: “¿No podía éste
que abrió los ojos al ciego, hacer que éste no muriera?” Si Jesús era
capaz de salvar a Lázaro, ¿por qué le dejó morir?
Con ojo profético, Cristo vió la enemistad de los fariseos y
saduceos. Sabía que estaban premeditando su muerte. Sabía que
algunos de los que ahora manifestaban aparentemente tanta simpatía,
no tardarían en cerrarse la puerta de la esperanza y los portales
de la ciudad de Dios. Estaba por producirse, en su humillación y
crucifixión, una escena que traería como resultado la destrucción de
Jerusalén, y en esa ocasión nadie lloraría los muertos. La retribución
que iba a caer sobre Jerusalén quedó plenamente retratada delante
de él. Vió a Jerusalén rodeada por las legiones romanas. Sabía que
muchos de los que estaban llorando a Lázaro morirían en el sitio de
la ciudad, y sin esperanza.
No lloró Cristo sólo por la escena que tenía delante de sí. Des-
cansaba sobre él el peso de la tristeza de los siglos. Vió los terribles
efectos de la transgresión de la ley de Dios. Vió que en la historia
del mundo, empezando con la muerte de Abel, había existido sin
cesar el conflicto entre lo bueno y lo malo. Mirando a través de los
años venideros, vió los sufrimientos y el pesar, las lágrimas y la