Página 495 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Conspiraciones sacerdotales
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demo y José habían impedido en concilios anteriores la condenación
de Jesús, y por esta razón no fueron convocados esta vez. Había en
el concilio otros hombres influyentes que creían en Cristo, pero nada
pudo su influencia contra la de los malignos fariseos.
Sin embargo, los miembros del concilio no estaban todos de
acuerdo. El Sanedrín no constituía entonces un cuerpo legal. Existía
sólo por tolerancia. Algunos de sus miembros ponían en duda la
conveniencia de dar muerte a Cristo. Temían que ello provocara
una insurrección entre el pueblo e indujera a los romanos a retirar
a los sacerdotes los favores que hasta ahora habían disfrutado y
a despojarlos del poder que todavía conservaban. Los saduceos,
aunque unidos en su odio contra Cristo, se inclinaban a ser cautelosos
en sus movimientos, por temor a que los romanos los privaran de su
alta posición.
En este concilio, convocado para planear la muerte de Cristo,
estaba presente el Testigo que oyó las palabras jactanciosas de Na-
bucodonosor, que presenció la fiesta idólatra de Belsasar, que estaba
presente cuando Cristo en Nazaret se proclamó a sí mismo el Un-
gido. Este Testigo estaba ahora haciendo sentir a los gobernantes
qué clase de obra estaban haciendo. Los sucesos de la vida de Cristo
surgieron ante ellos con una claridad que los alarmó. Recordaron
la escena del templo, cuando Jesús, entonces de doce años, de pie
ante los sabios doctores de la ley, les hacía preguntas que los asom-
braban. El milagro recién realizado daba testimonio de que Jesús
no era sino el Hijo de Dios. Las Escrituras del Antiguo Testamento
concernientes al Cristo resplandecían ante su mente con su verdade-
ro significado. Perplejos y turbados, los gobernantes preguntaron:
“¿Qué hacemos?” Había división en el concilio. Bajo la impresión
del Espíritu Santo, los sacerdotes y gobernantes no podían desterrar
el sentimiento de que estaban luchando contra Dios.
Mientras el concilio estaba en el colmo de la perplejidad, Caifás,
el sumo sacerdote, se puso de pie. Era un hombre orgulloso y cruel,
despótico e intolerante. Entre sus relaciones familiares, había sadu-
ceos soberbios, atrevidos, temerarios, llenos de ambición y crueldad
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ocultas bajo un manto de pretendida justicia. Caifás había estudiado
las profecías y aunque ignoraba su verdadero significado dijo con
gran autoridad y aplomo: “Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que
nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la