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El Deseado de Todas las Gentes
Los informes llevados de vuelta a Jerusalén por los que visitaron
Betania aumentaban la excitación. El pueblo estaba ansioso de ver y
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oír a Jesús. Por todas partes se indagaba si Lázaro le acompañaría a
Jerusalén, y si el profeta sería coronado rey en ocasión de la Pascua.
Los sacerdotes y gobernantes veían que su influencia sobre el pueblo
estaba debilitándose cada vez más, y su odio contra Jesús se volvía
más acerbo. Difícilmente podían esperar la oportunidad de quitarlo
para siempre de su camino. A medida que transcurría el tiempo,
empezaron a temer que al fin no viniera a Jerusalén. Recordaban
cuán a menudo había frustrado sus designios criminales, y temían
que hubiese leído ahora sus propósitos contra él y permaneciera
lejos. Mal podían ocultar su ansiedad, y preguntaban entre sí: “¿Qué
os parece, que no vendrá a la fiesta?”
Convocaron un concilio de sacerdotes y fariseos. Desde la resu-
rrección de Lázaro, las simpatías del pueblo estaban tan plenamente
con Cristo que sería peligroso apoderarse de él abiertamente. Así
que las autoridades determinaron prenderle secretamente y llevar-
le al tribunal tan calladamente como fuera posible. Esperaban que
cuando su condena se conociese, la voluble corriente de la opinión
pública se pondría en favor de ellos.
Así se proponían destruir a Jesús. Pero los sacerdotes y rabinos
sabían que mientras Lázaro viviese, no estarían seguros. La misma
existencia de un hombre que había estado cuatro días en la tumba
y que había sido resucitado por una palabra de Jesús, ocasionaría,
tarde o temprano, una reacción. El pueblo habría de vengarse contra
sus dirigentes por haber quitado la vida a Aquel que podía realizar tal
milagro. Por lo tanto, el Sanedrín llegó a la conclusión de que Lázaro
también debía morir. A tales extremos conducen a sus esclavos la
envidia y el prejuicio. El odio y la incredulidad de los dirigentes
judíos habían crecido hasta disponerlos a quitar la vida a quien el
poder infinito había rescatado del sepulcro.
Mientras se tramaba esto en Jerusalén, Jesús y sus amigos es-
taban invitados al festín de Simón. A un lado del Salvador, estaba
sentado a la mesa Simón a quien él había curado de una enfermedad
repugnante, y al otro lado Lázaro a quien había resucitado. Marta
servía, pero María escuchaba fervientemente cada palabra que salía
de los labios de Jesús. En su misericordia, Jesús había perdonado
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sus pecados, había llamado de la tumba a su amado hermano, y el