Página 512 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
sobre ellos. La simpatía que profesaba a los pobres los engañaba, y
su artera insinuación los indujo a mirar con desagrado la devoción
de María. El murmullo circuyó la mesa: “¿Por qué se pierde esto?
Porque esto se podía vender por gran precio, y darse a los pobres.”
María oyó las palabras de crítica. Su corazón temblaba en su
interior. Temía que su hermana la reprendiera como derrochadora.
El Maestro también podía considerarla impróvida. Estaba por ausen-
tarse sin ser elogiada ni excusada, cuando oyó la voz de su Señor:
“Dejadla; ¿por qué la fatigáis?” El vió que estaba turbada y apenada.
Sabía que mediante este acto de servicio había expresado su gratitud
por el perdón de sus pecados, e impartió alivio a su espíritu. Ele-
vando su voz por encima del murmullo de censuras, dijo: “Buena
obra me ha hecho; que siempre tendréis los pobres con vosotros, y
cuando quisiereis les podréis hacer bien; mas a mí no siempre me
tendréis. Esta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir
mi cuerpo para la sepultura.”
El don fragante que María había pensado prodigar al cuerpo
muerto del Salvador, lo derramó sobre él en vida. En el entierro, su
dulzura sólo hubiera llenado la tumba, pero ahora llenó su corazón
con la seguridad de su fe y amor. José de Arimatea y Nicodemo no
ofrecieron su don de amor a Jesús durante su vida. Con lágrimas
amargas, trajeron sus costosas especias para su cuerpo rígido e
inconsciente. Las mujeres que llevaron substancias aromáticas a la
tumba hallaron que su diligencia era vana, porque él había resucitado.
Pero María, al derramar su ofrenda sobre el Salvador, mientras él era
consciente de su devoción, le ungió para la sepultura. Y cuando él
penetró en las tinieblas de su gran prueba, llevó consigo el recuerdo
de aquel acto, anticipo del amor que le tributarían para siempre
aquellos que redimiera.
Muchos son los que ofrendan sus dones preciosos a los muertos.
Cuando están alrededor de su cuerpo frío, silencioso, abundan en
palabras de amor. La ternura, el aprecio y la devoción son prodigados
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al que no ve ni oye. Si esas palabras se hubiesen dicho cuando el
espíritu fatigado las necesitaba mucho; cuando el oído podía oír y el
corazón sentir, ¡cuán preciosa habría sido su fragancia!
María no conocía el significado pleno de su acto de amor. No
podía contestar a sus acusadores. No podía explicar por qué había
escogido esa ocasión para ungir a Jesús. El Espíritu Santo había