La fiesta en casa de Simón
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mujer que es tan liberal en sus demostraciones, pensaba él, de lo
contrario no permitiría que le tocase.
Pero era la ignorancia de Simón respecto a Dios y a Cristo lo que
le inducía a pensar así. No comprendía que el Hijo de Dios debía
actuar como Dios, con compasión, ternura y misericordia. El plan
de Simón consistía en no prestar atención al servicio de penitencia
de María. El acto de ella, de besar los pies de Cristo y ungirlos con
ungüento, era exasperante para su duro corazón. Y pensó que si
Cristo era profeta, debería reconocer a los pecadores y rechazarlos.
A estos pensamientos inexpresados contestó el Salvador: “Si-
món, una cosa tengo que decirte.... Un acreedor tenía dos deudores:
el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no tenien-
do ellos de qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de éstos le
amará más? Y respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel al cual
perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado.”
Como Natán con David, Cristo ocultó el objeto de su ataque bajo
el velo de una parábola. Cargó a su huésped con la responsabilidad
de pronunciar sentencia contra sí mismo. Simón había arrastrado
al pecado a la mujer a quien ahora despreciaba. Ella había sido
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muy perjudicada por él. Por los dos deudores de la parábola estaban
representados Simón y la mujer. Jesús no se propuso enseñar qué
grado de obligación debían sentir las dos personas, porque cada una
tenía una deuda de gratitud que nunca podría pagar. Pero Simón se
sentía más justo que María, y Jesús deseaba que viese cuán grande
era realmente su culpa. Deseaba mostrarle que su pecado superaba
al de María en la medida en que la deuda de quinientos denarios
excedía a la de cincuenta.
Simón empezó ahora a verse a sí mismo desde un nuevo punto
de vista. Vió cómo era considerada María por quien era más que
profeta. Vió que, con penetrante ojo profético, Cristo había leído
el corazón de amor y devoción de ella. Sobrecogido de vergüenza,
comprendió que estaba en la presencia de uno que era superior a él.
“Entré en tu casa—continuó Cristo,—no me diste agua para mis
pies;” pero con lágrimas de arrepentimiento, impulsada por el amor,
María ha lavado mis pies, y los ha secado con su cabellera. “No
me diste beso, mas ésta,” que tú desprecias, “desde que entré, no ha
cesado de besar mis pies.” Cristo enumeró las oportunidades que
Simón había tenido para mostrar el amor que tenía por su Señor, y su