Página 538 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

Basic HTML Version

534
El Deseado de Todas las Gentes
sus corazones con el egoísmo y la avaricia. Habían convertido en
[541]
medios de ganancia los mismos símbolos que señalaban al Cordero
de Dios. Así se había destruído en gran medida a los ojos del pueblo
la santidad del ritual de los sacrificios. Esto despertó la indignación
de Jesús; él sabía que su sangre, que pronto había de ser derramada
por los pecados del mundo, no sería más apreciada por los sacer-
dotes y ancianos que la sangre de los animales que ellos vertían
constantemente.
Cristo había hablado contra estas prácticas mediante los pro-
fetas. Samuel había dicho: “¿Tiene Jehová tanto contentamiento
con los holocaustos y víctimas, como en obedecer a las palabras
de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y
el prestar atención que el sebo de los carneros.” E Isaías, al ver en
visión profética la apostasía de los judíos, se dirigió a ellos como si
fuesen gobernantes de Sodoma y Gomorra: “Príncipes de Sodoma,
oíd la palabra de Jehová; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo de
Gomorra. ¿Para qué a mí, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrifi-
cios? Harto estoy de holocaustos de carneros, y de sebo de animales
gruesos: no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos
cabríos. ¿Quién demandó esto de vuestras manos, cuando vinieseis a
presentaros delante de mí, para hollar mis atrios?” “Lavad, limpiaos;
quitad la iniquidad de vuestras obras de ante mis ojos; dejad de hacer
lo malo: aprended a hacer bien; buscad juicio, restituid al agraviado,
oíd en derecho al huérfano, amparad a la viuda.
El mismo que había dado estas profecías repetía ahora por última
vez la amonestación. En cumplimiento de la profecía, el pueblo había
proclamado rey de Israel a Jesús. El había recibido su homenaje y
aceptado el título de rey. Debía actuar como tal. Sabía que serían
vanos sus esfuerzos por reformar un sacerdocio corrompido; no
obstante, su obra debía hacerse; debía darse a un pueblo incrédulo
la evidencia de su misión divina.
De nuevo la mirada penetrante de Jesús recorrió los profanados
atrios del templo. Todos los ojos se fijaron en él. Los sacerdotes y
gobernantes, los fariseos y gentiles, miraron con asombro y temor
reverente al que estaba delante de ellos con la majestad del Rey del
cielo. La divinidad fulguraba a través de la humanidad, invistiendo a
[542]
Cristo con una dignidad y gloria que nunca antes había manifestado.
Los que estaban más cerca se alejaron de él tanto como el gentío lo