Cristo purifica de nuevo el templo
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permitía. Exceptuando a unos pocos discípulos suyos, el Salvador
quedó solo. Se acalló todo sonido. El profundo silencio parecía inso-
portable. Cristo habló con un poder que influyó en el pueblo como
una poderosa tempestad: “Escrito está: Mi casa, casa de oración será
llamada, mas vosotros cueva de ladrones la habéis hecho.” Su voz
repercutió por el templo como trompeta. El desagrado de su rostro
parecía fuego consumidor. Ordenó con autoridad: “Quitad de aquí
esto.”
Tres años antes, los gobernantes del templo se habían avergon-
zado de su fuga ante el mandato de Jesús. Se habían asombrado
después de sus propios temores y de su implícita obediencia a un
solo hombre humilde. Habían sentido que era imposible que se
repitiera su humillante sumisión. Sin embargo, estaban ahora más
aterrados que entonces y se apresuraron más aún a obedecer su man-
dato. No había nadie que osara discutir su autoridad. Los sacerdotes
y traficantes huyeron de su presencia arreando su ganado.
Al alejarse del templo se encontraron con una multitud que venía
con sus enfermos en busca del gran Médico. El informe dado por
la gente que huía indujo a algunos de ellos a volverse. Temieron
encontrarse con uno tan poderoso, cuya simple mirada había echado
de su presencia a los sacerdotes y gobernantes. Pero muchos de ellos
se abrieron paso entre el gentío que se precipitaba, ansiosos de llegar
a Aquel que era su única esperanza. Cuando la multitud huyó del
templo, muchos quedaron atrás. Estos se unieron ahora a los que
acababan de llegar. De nuevo se llenaron los atrios del templo de
enfermos e inválidos, y una vez más Jesús los atendió.
Después de un rato, los sacerdotes y gobernantes se atrevieron a
volver al templo. Cuando el pánico hubo pasado, los sobrecogió la
ansiedad de saber cuál sería el siguiente paso de Jesús. Esperaban
que tomara el trono de David. Volviendo quedamente al templo,
oyeron las voces de hombres, mujeres y niños que alababan a Dios.
Al entrar, quedaron estupefactos ante la maravillosa escena. Vieron
sanos a los enfermos, con vista a los ciegos, con oído a los sordos,
y a los tullidos saltando de gozo. Los niños eran los primeros en
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regocijarse. Jesús había sanado sus enfermedades; los había estre-
chado en sus brazos, había recibido sus besos de agradecido afecto,
y algunos de ellos se habían dormido sobre su pecho mientras él
enseñaba a la gente. Ahora con alegres voces los niños pregonaban