Página 551 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Controversias
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discernía su oculto propósito. Se vieron aun más confusos cuando
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añadió: “Mostradme la moneda.” Se la trajeron, y les preguntó: “¿De
quién tiene la imagen y la inscripción? Y respondiendo dijeron: De
César.” Señalando la inscripción de la moneda, Jesús dijo: “Pues
dad a César lo que es de César; y lo que es de Dios, a Dios.”
Los espías habían esperado que Jesús contestase directamente
su pregunta, en un sentido o en otro. Si les dijese: Es ilícito pagar
tributo a César, le denunciarían a las autoridades romanas, y éstas le
arrestarían por incitar a la rebelión. Pero en caso de que declarase
lícito el pago del tributo, se proponían acusarle ante el pueblo como
opositor de la ley de Dios. Ahora se sintieron frustrados y derrotados.
Sus planes quedaron trastornados. La manera sumaria en que su
pregunta había sido decidida no les dejaba nada más que decir.
La respuesta de Cristo no era una evasiva, sino una cándida res-
puesta a la pregunta. Teniendo en su mano la moneda romana, sobre
la cual estaban estampados el nombre y la imagen de César, declaró
que ya que estaban viviendo bajo la protección del poder romano,
debían dar a ese poder el apoyo que exigía mientras no estuviese en
conflicto con un deber superior. Pero mientras se sujetasen pacífi-
camente a las leyes del país, debían en toda oportunidad tributar su
primera fidelidad a Dios.
Las palabras del Salvador: “Dad ... lo que es de Dios, a Dios,”
eran una severa reprensión para los judíos intrigantes. Si hubiesen
cumplido fielmente sus obligaciones para con Dios, no habrían lle-
gado a ser una nación quebrantada, sujeta a un poder extranjero.
Ninguna insignia romana habría ondeado jamás sobre Jerusalén,
ningún centinela romano habría estado en sus puertas, ningún gober-
nador romano habría regido dentro de sus murallas. La nación judía
estaba entonces pagando la penalidad de su apartamiento de Dios.
Cuando los fariseos oyeron la respuesta de Cristo, “se maravi-
llaron, y dejándole se fueron.” Había reprendido su hipocresía y
presunción, y al hacerlo había expuesto un gran principio, un princi-
pio que define claramente los límites del deber que tiene el hombre
para con el gobierno civil y su deber para con Dios. En muchos
intelectos quedó decidida una cuestión que los había estado afli-
giendo. Desde entonces se aferraron al principio correcto. Y aunque
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muchos se fueron desconformes, vieron que el principio básico de