Ayes sobre los fariseos
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principios de la ley de Dios. Se mantendrán libres de cohecho, y de
todo lo que sea corrupto y engañoso. Serán activas en obras de amor
y compasión. Los ojos, dirigidos hacia un propósito noble, serán
claros y veraces. El semblante y los ojos expresivos atestiguarán el
carácter inmaculado de aquel que ama y honra la Palabra de Dios.
Pero los judíos del tiempo de Cristo no discernían todo eso. La orden
dada a Moisés había sido torcida en el sentido de que los preceptos
de la Escritura debían llevarse sobre la persona. Por consiguiente
se escribían en tiras de pergamino o filacterias que se ataban en
forma conspicua en derredor de la cabeza y de las muñecas. Pero
esto no daba a la ley de Dios dominio más firme sobre la mente y el
corazón. Se llevaban estos pergaminos simplemente como insignias
para llamar la atención. Se creía que daban a quienes los llevasen un
aire de devoción capaz de inspirar reverencia al pueblo. Jesús asestó
un golpe a esta vana pretensión:
“Antes, todas sus obras hacen para ser mirados de los hombres;
porque ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus man-
tos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas
en las sinagogas; y las salutaciones en las plazas, y ser llamados de
los hombres Rabbí, Rabbí. Mas vosotros, no queráis ser llamados
Rabbí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo; y todos vosotros
sois hermanos. Y vuestro padre no llaméis a nadie en la tierra;
porque uno es vuestro Padre, el cual está en los cielos. Ni seáis
llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo.” En
estas claras palabras, el Salvador reveló la ambición egoísta que
constantemente procuraba obtener cargos y poder manifestando una
humildad ficticia, mientras el corazón estaba lleno de avaricia y en-
vidia. Cuando las personas eran invitadas a una fiesta, los huéspedes
se sentaban de acuerdo con su jerarquía, y los que obtenían el puesto
más honorable recibían la primera atención y favores especiales. Los
fariseos estaban siempre maquinando para obtener estos honores.
Jesús reprendió esta práctica.
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También reprendió la vanidad manifestada al codiciar el título de
rabino o maestro. Declaró que este título no pertenecía a los hombres,
sino a Cristo. Los sacerdotes, escribas, gobernantes, expositores y
administradores de la ley, eran todos hermanos, hijos de un mismo
Padre. Jesús enseñó enfáticamente a la gente que no debía dar a