Página 567 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Ayes sobre los fariseos
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tumbas; pero no aprovechaban sus enseñanzas, ni prestaban atención
a sus reprensiones.
En los días de Cristo, se manifestaba consideración supersticiosa
hacia los lugares de descanso de los muertos, y se prodigaban gran-
des sumas de dinero para adornarlos. A la vista de Dios, esto era
idolatría. En su indebida consideración por los muertos, los hombres
demostraban que no amaban a Dios sobre todas las cosas ni a su
prójimo como a sí mismos. La misma idolatría se lleva a grados
extremos hoy. Muchos son culpables de descuidar a la viuda y a
los huérfanos, a los enfermos y a los pobres, para edificar costosos
monumentos en honor a los muertos. Gastan pródigamente el tiem-
po, el dinero y el trabajo con este fin, mientras que no cumplen sus
deberes para con los vivos, deberes que Cristo ordenó claramente.
Los fariseos construían las tumbas de los profetas, adornaban
sus sepulcros y se decían unos a otros: Si hubiésemos vivido en
los días de nuestros padres no habríamos participado con ellos en
el derramamiento de la sangre de los siervos de Dios. Al mismo
tiempo, se proponían quitar la vida de su Hijo. Esto debiera ser una
lección para nosotros. Debiera abrir nuestros ojos acerca del poder
que tiene Satanás para engañar el intelecto que se aparta de la luz de
la verdad. Muchos siguen en las huellas de los fariseos. Reverencian
a aquellos que murieron por su fe. Se admiran de la ceguera de
los judíos al rechazar a Cristo. Declaran: Si hubiésemos vivido en
su tiempo, habríamos recibido gozosamente sus enseñanzas; nunca
habríamos participado en la culpa de aquellos que rechazaron al
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Salvador. Pero cuando la obediencia a Dios requiere abnegación y
humillación, estas mismas personas ahogan sus convicciones y se
niegan a obedecer. Así manifiestan el mismo espíritu que los fariseos
a quienes Cristo condenó.
Poco comprendían los judíos la terrible responsabilidad que en-
trañaba el rechazar a Cristo. Desde el tiempo en que fué derramada la
primera sangre inocente, cuando el justo Abel cayó a manos de Caín,
se ha repetido la misma historia, con culpabilidad cada vez mayor.
En cada época, los profetas levantaron su voz contra los pecados de
reyes, gobernantes y pueblo, pronunciando las palabras que Dios les
daba y obedeciendo su voluntad a riesgo de su vida. De generación
en generación, se fué acumulando un terrible castigo para los que
rechazaban la luz y la verdad. Los enemigos de Cristo estaban ahora