Página 568 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
atrayendo ese castigo sobre sus cabezas. El pecado de los sacerdotes
y gobernantes era mayor que el de cualquier generación preceden-
te. Al rechazar al Salvador se estaban haciendo responsables de la
sangre de todos los justos muertos desde Abel hasta Cristo. Estaban
por hacer rebosar la copa de su iniquidad. Y pronto sería derramada
sobre sus cabezas en justicia retributiva. Jesús se lo advirtió:
“Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha
derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta
la sangre de Zacarías, hijo de Barachías, al cual matasteis entre el
templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta
generación.”
Los escribas y fariseos que escuchaban a Jesús sabían que sus
palabras eran la verdad. Sabían cómo había sido muerto el profeta
Zacarías. Mientras las palabras de amonestación de Dios estaban
sobre sus labios, una furia satánica se apoderó del rey apóstata, y
a su orden se dió muerte al profeta. Su sangre manchó las mismas
piedras del atrio del templo, y no pudo ser borrada; permaneció
como testimonio contra el Israel apóstata. Mientras subsistiese el
templo, allí estaría la mancha de aquella sangre justa, clamando por
venganza a Dios. Cuando Jesús se refirió a estos terribles pecados,
una conmoción de horror sacudió a la multitud.
Mirando hacia adelante, Jesús declaró que la impenitencia de
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los judíos y su intolerancia para con los siervos de Dios, sería en lo
futuro la misma que en lo pasado:
“Por tanto, he aquí, yo envío a vosotros profetas, y sabios, y
escribas: y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros de ellos
azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad.”
Profetas y sabios, llenos de fe y del Espíritu Santo—Esteban, Santia-
go y muchos otros,—iban a ser condenados y muertos. Con la mano
alzada hacia el cielo, y mientras una luz divina rodeaba su persona,
Cristo habló como juez a los que estaban delante de él. Su voz, que
se había oído frecuentemente en amables tonos de súplica, se oía
ahora en reprensión y condenación. Los oyentes se estremecieron.
Nunca había de borrarse la impresión hecha por sus palabras y su
mirada.
La indignación de Cristo iba dirigida contra la hipocresía, los
groseros pecados por los cuales los hombres destruían su alma, en-
gañaban a la gente y deshonraban a Dios. En el raciocinio especioso