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El Deseado de Todas las Gentes
lo posible; puede vivir, pensar y hacer planes para sí; pero su vida
pasa y no le queda nada. La ley del servicio propio es la ley de la
destrucción propia.
“Si alguno me sirve—dijo Jesús,—sígame: y donde yo estuviere,
allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le
honrará.” Todos los que han llevado con Jesús la cruz del sacrificio,
compartirán con él su gloria. El gozo de Cristo, en su humillación y
dolor, consistía en saber que sus discípulos serían glorificados con
él. Son el fruto de su sacrificio propio. El desarrollo de su propio
carácter y espíritu en ellos es su recompensa, y será su gozo por toda
la eternidad. Este gozo lo comparten ellos con él a medida que el
fruto de su trabajo y sacrificio se ve en otros corazones y vidas. Son
colaboradores con Cristo, y el Padre los honrará como honra a su
Hijo.
El mensaje dirigido a los griegos, al predecir la reunión de los
gentiles, hizo recordar a Jesús toda su misión. La obra de la reden-
ción pasó delante de él, abarcando desde el tiempo en que el plan
fué trazado en el cielo hasta su muerte, ahora tan cercana. Una nube
misteriosa pareció rodear al Hijo de Dios. Su lobreguez fué sentida
por los que estaban cerca de él. Quedó él arrobado en sus pensa-
mientos. Por fin, rompió el silencio su voz entristecida que decía:
“Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta
hora.” Cristo estaba bebiendo anticipadamente la copa de amargura.
Su humanidad rehuía la hora del desamparo cuando, según todas
las apariencias, sería abandonado por Dios mismo, cuando todos le
verían azotado, herido de Dios y abatido. Rehuía la exposición en
público, el ser tratado como el peor de los criminales y una muerte
ignominiosa. Un presentimiento de su conflicto con las potestades
de las tinieblas, el peso de la espantosa carga de la transgresión
humana y de la ira del Padre a causa del pecado, hicieron desmayar
a Jesús, y la palidez de la muerte cubrió su rostro.
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Luego vino la sumisión divina a la voluntad de su Padre. “Por
esto—dijo,—he venido en esta hora. Padre, glorifica tu nombre.”
Únicamente por la muerte de Cristo podía ser derribado el reino
de Satanás. Únicamente así podía ser redimido el hombre y Dios
glorificado. Jesús consintió en la agonía, aceptó el sacrificio. El
Rey del cielo consintió en sufrir como portador del pecado. “Padre,
glorifica tu nombre,” dijo. Mientras Cristo decía estas palabras, vino