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El Deseado de Todas las Gentes
Cristo sabía que para él había llegado el tiempo de partir del
mundo e ir a su Padre. Y habiendo amado a los suyos que estaban en
el mundo, los amó hasta el fin. Estaba ahora en la misma sombra de
la cruz, y el dolor torturaba su corazón. Sabía que sería abandonado
en la hora de su entrega. Sabía que se le daría muerte por el más
humillante procedimiento aplicado a los criminales. Conocía la
ingratitud y crueldad de aquellos a quienes había venido a salvar.
Sabía cuán grande era el sacrificio que debía hacer, y para cuántos
sería en vano. Sabiendo todo lo que le esperaba, habría sido natural
que estuviese abrumado por el pensamiento de su propia humillación
y sufrimiento. Pero miraba como suyos a los doce que habían estado
con él y que, pasados el oprobio, el pesar y los malos tratos que iba a
soportar, habían de quedar a luchar en el mundo. Sus pensamientos
acerca de lo que él mismo debía sufrir estaban siempre relacionados
con sus discípulos. No pensaba en sí mismo. Su cuidado por ellos
era lo que predominaba en su ánimo.
En esta última noche con sus discípulos, Jesús tenía mucho que
decirles. Si hubiesen estado preparados para recibir lo que anhelaba
impartirles, se habrían ahorrado una angustia desgarradora, desalien-
to e incredulidad. Pero Jesús vió que no podían soportar lo que él
tenía que decirles. Al mirar sus rostros, las palabras de amonesta-
ción y consuelo se detuvieron en sus labios. Transcurrieron algunos
momentos en silencio. Jesús parecía estar aguardando. Los discí-
pulos se sentían incómodos. La simpatía y ternura despertadas por
el pesar de Cristo parecían haberse desvanecido. Sus entristecidas
palabras, que señalaban su propio sufrimiento, habían hecho poca
impresión. Las miradas que se dirigían unos a otros hablaban de
celos y rencillas.
“Hubo entre ellos una contienda, quién de ellos parecía ser el ma-
yor.” Esta contienda, continuada en presencia de Cristo, le apenaba
y hería. Los discípulos se aferraban a su idea favorita de que Cristo
iba a hacer valer su poder y ocupar su puesto en el trono de David.
Y en su corazón, cada uno anhelaba tener el más alto puesto en el
reino. Se habían avalorado a sí mismos y unos a otros, y en vez de
considerar más dignos a sus hermanos, cada uno se había puesto en
primer lugar. La petición de Juan y Santiago de sentarse a la derecha
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y a la izquierda del trono de Cristo, había excitado la indignación de
los demás. El que los dos hermanos se atreviesen a pedir el puesto