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El Deseado de Todas las Gentes
para descansar, echaron de menos la mano servicial de su hijo. Su-
poniendo que estaría con el grupo que los acompañaba, no sintieron
ansiedad. Aunque era joven, habían confiado implícitamente en él
esperando que cuando le necesitasen, estaría listo para ayudarles,
anticipándose a sus menesteres como siempre lo había hecho. Pero
ahora sus temores se despertaron. Le buscaron por toda la compañía,
pero en vano. Estremeciéndose, recordaron cómo Herodes había tra-
tado de destruirle en su infancia. Sombríos presentimientos llenaron
sus corazones; y se hizo cada uno amargos reproches.
Volviendo a Jerusalén, prosiguieron su búsqueda. Al día siguien-
te, mientras andaban entre los adoradores del templo, una voz fami-
liar les llamó la atención. No podían equivocarse; no había otra voz
como la suya, tan seria y ferviente, aunque tan melodiosa.
En la escuela de los rabinos, encontraron a Jesús. Aunque llenos
de regocijo, no podían olvidar su pesar y ansiedad. Cuando estuvo
otra vez reunido con ellos, la madre le dijo, con palabras que impli-
caban un reproche: “Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu
padre y yo te hemos buscado con dolor.”
“¿Por qué me buscabais?—contestó Jesús.—¿No sabíais que en
los negocios de mi Padre me conviene estar?” Y como no parecían
comprender sus palabras, él señaló hacia arriba. En su rostro había
una luz que los admiraba. La divinidad fulguraba a través de la
humanidad. Al hallarle en el templo, habían escuchado lo que suce-
día entre él y los rabinos, y se habían asombrado de sus preguntas
y respuestas. Sus palabras despertaron en ellos pensamientos que
nunca habrían de olvidarse.
Y la pregunta que les dirigiera encerraba una lección. “¿No
sabíais—les dijo—que en los negocios de mi Padre me conviene
estar?” Jesús estaba empeñado en la obra que había venido a hacer
en el mundo; pero José y María habían descuidado la suya. Dios
les había conferido mucha honra al confiarles a su Hijo. Los santos
ángeles habían dirigido los pasos de José a fin de conservar la vida
de Jesús. Pero durante un día entero habían perdido de vista a Aquel
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que no debían haber olvidado un momento. Y al quedar aliviada su
ansiedad, no se habían censurado a sí mismos, sino que le habían
echado la culpa a él.
Era natural que los padres de Jesús le considerasen como su
propio hijo. El estaba diariamente con ellos; en muchos respectos su