Página 635 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Getsemaní
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ministerio de Cristo. Para él, todo estaba en juego. Si fracasaba aquí,
perdía su esperanza de dominio; los reinos del mundo llegarían a ser
finalmente de Cristo; él mismo sería derribado y desechado. Pero
si podía vencer a Cristo, la tierra llegaría a ser el reino de Satanás,
y la familia humana estaría para siempre en su poder. Frente a las
consecuencias posibles del conflicto, embargaba el alma de Cristo
el temor de quedar separada de Dios. Satanás le decía que si se
hacía garante de un mundo pecaminoso, la separación sería eterna.
Quedaría identificado con el reino de Satanás, y nunca más sería uno
con Dios.
Y ¿qué se iba a ganar por este sacrificio? ¡Cuán irremisibles
parecían la culpabilidad y la ingratitud de los hombres! Satanás
presentaba al Redentor la situación en sus rasgos más duros: El
pueblo que pretende estar por encima de todos los demás en ventajas
temporales y espirituales te ha rechazado. Está tratando de destruirte
a ti, fundamento, centro y sello de las promesas a ellos hechas como
pueblo peculiar. Uno de tus propios discípulos, que escuchó tus
instrucciones y se ha destacado en las actividades de tu iglesia, te
traicionará. Uno de tus más celosos seguidores te negará. Todos te
abandonarán.
Todo el ser de Cristo aborrecía este pensamiento. Que aquellos a
quienes se había comprometido a salvar, aquellos a quienes amaba
tanto, se uniesen a las maquinaciones de Satanás, esto traspasaba
su alma. El conflicto era terrible. Se medía por la culpabilidad de
su nación, de sus acusadores y su traidor, por la de un mundo que
yacía en la iniquidad. Los pecados de los hombres descansaban
pesadamente sobre Cristo, y el sentimiento de la ira de Dios contra
el pecado abrumaba su vida.
Mirémosle contemplando el precio que ha de pagar por el alma
humana. En su agonía, se aferra al suelo frío, como para evitar ser
alejado más de Dios. El frío rocío de la noche cae sobre su cuerpo
postrado, pero él no le presta atención. De sus labios pálidos, brota
el amargo clamor: “Padre mío, si es posible, pase de mí este vaso.”
Pero aun entonces añade: “Empero no como yo quiero, sino como
tú.”
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El corazón humano anhela simpatía en el sufrimiento. Este an-
helo lo sintió Cristo en las profundidades de su ser. En la suprema
agonía de su alma, vino a sus discípulos con un anhelante deseo de