Página 636 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
oír algunas palabras de consuelo de aquellos a quienes había bende-
cido y consolado con tanta frecuencia, y escudado en la tristeza y
la angustia. El que siempre había tenido palabras de simpatía para
ellos, sufría ahora una agonía sobrehumana, y anhelaba saber que
oraban por él y por sí mismos. ¡Cuán sombría parecía la malignidad
del pecado! Era terrible la tentación de dejar a la familia humana
soportar las consecuencias de su propia culpabilidad, mientras él
permaneciese inocente delante de Dios. Si tan sólo pudiera saber que
sus discípulos comprendían y apreciaban esto, se sentiría fortalecido.
Levantándose con penoso esfuerzo, fué tambaleándose adonde
había dejado a sus compañeros. Pero “los halló durmiendo.” Si los
hubiese hallado orando, habría quedado aliviado. Si ellos hubiesen
estado buscando refugio en Dios para que los agentes satánicos no
pudiesen prevalecer sobre ellos, habría quedado consolado por su
firme fe. Pero no habían escuchado la amonestación repetida: “Velad
y orad.” Al principio, los había afligido mucho el ver a su Maestro,
generalmente tan sereno y digno, luchar con una tristeza incom-
prensible. Habían orado al oír los fuertes clamores del que sufría.
No se proponían abandonar a su Señor, pero parecían paralizados
por un estupor que podrían haber sacudido si hubiesen continuado
suplicando a Dios. No comprendían la necesidad de velar y orar
fervientemente para resistir la tentación.
Precisamente antes de dirigir sus pasos al huerto, Jesús había
dicho a los discípulos: “Todos seréis escandalizados en mí esta
noche.” Ellos le habían asegurado enérgicamente que irían con él a
la cárcel y a la muerte. Y el pobre Pedro, en su suficiencia propia,
había añadido: “Aunque todos sean escandalizados, mas no yo.
Pero los discípulos confiaban en sí mismos. No miraron al poderoso
Auxiliador como Cristo les había aconsejado que lo hiciesen. Así
que cuando más necesitaba el Salvador su simpatía y oraciones, los
halló dormidos. Pedro mismo estaba durmiendo.
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Y Juan, el amante discípulo que se había reclinado sobre el pe-
cho de Jesús, dormía. Ciertamente, el amor de Juan por su Maestro
debiera haberlo mantenido despierto. Sus fervientes oraciones debie-
ran haberse mezclado con las de su amado Salvador en el momento
de su suprema tristeza. El Redentor había pasado noches enteras
orando por sus discípulos, para que su fe no faltase. Si Jesús hubiese
dirigido a Santiago y a Juan la pregunta que les había dirigido una