Página 637 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Getsemaní
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vez: “¿Podéis beber el vaso que yo he de beber, y ser bautizados
del bautismo de que yo soy bautizado?” no se habrían atrevido a
contestar: “Podemos.
Los discípulos se despertaron al oír la voz de Jesús, pero casi no
le conocieron, tan cambiado por la angustia había quedado su rostro.
Dirigiéndose a Pedro, Jesús dijo: “¡Simón! ¿duermes tú? ¿no has
podido velar una sola hora? Velad, y orad, para que no entréis en
tentación; el espíritu a la verdad está pronto, mas la carne es débil.
La debilidad de sus discípulos despertó la simpatía de Jesús. Temió
que no pudiesen soportar la prueba que iba a sobrevenirles en la hora
de su entrega y muerte. No los reprendió, sino dijo: “Velad, y orad,
para que no entréis en tentación.” Aun en su gran agonía, procuraba
disculpar su debilidad. “El espíritu a la verdad está pronto—dijo,—
mas la carne es débil.”
El Hijo de Dios volvió a quedar presa de agonía sobrehumana,
y tambaleándose volvió agotado al lugar de su primera lucha. Su
sufrimiento era aun mayor que antes. Al apoderarse de él la agonía
del alma, “fué su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta
la tierra.” Los cipreses y las palmeras eran los testigos silenciosos
de su angustia. De su follaje caía un pesado rocío sobre su cuerpo
postrado, como si la naturaleza llorase sobre su Autor que luchaba a
solas con las potestades de las tinieblas.
Poco tiempo antes, Jesús había estado de pie como un cedro
poderoso, presintiendo la tormenta de oposición que agotaba su
furia contra él. Voluntades tercas y corazones llenos de malicia
y sutileza habían procurado en vano confundirle y abrumarle. Se
había erguido con divina majestad como el Hijo de Dios. Ahora
era como un junco azotado y doblegado por la tempestad airada.
Se había acercado a la consumación de su obra como vencedor,
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habiendo ganado a cada paso la victoria sobre las potestades de
las tinieblas. Como ya glorificado, había aseverado su unidad con
Dios. En acentos firmes, había elevado sus cantos de alabanza. Había
dirigido a sus discípulos palabras de estímulo y ternura. Pero ya
había llegado la hora de la potestad de las tinieblas. Su voz se oía en
el tranquilo aire nocturno, no en tonos de triunfo, sino impregnada
de angustia humana. Estas palabras del Salvador llegaban a los oídos
de los soñolientos discípulos: “Padre mío, si no puede este vaso
pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.”