Ante Annás y Caifás
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iba a convocar a José de Arimatea ni a Nicodemo, pero había otros
que podrían atreverse a hablar en favor de la justicia. El juicio debía
conducirse de manera que uniese a los miembros del Sanedrín contra
Cristo. Había dos acusaciones que los sacerdotes deseaban mantener.
Si se podía probar que Jesús había blasfemado, sería condenado por
los judíos. Si se le convencía de sedición, esto aseguraría su conde-
na por los romanos. Annás trató primero de establecer la segunda
acusación. Interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y sus doctrinas,
esperando que el preso dijese algo que le proporcionara material con
que actuar. Pensaba arrancarle alguna declaración que probase que
estaba tratando de crear una sociedad secreta con el propósito de
establecer un nuevo reino. Entonces los sacerdotes le entregarían a
los romanos como perturbador de la paz y fautor de insurrección.
Cristo leía el propósito del sacerdote como un libro abierto.
Como si discerniese el más íntimo pensamiento de su interrogador,
negó que hubiese entre él y sus seguidores vínculo secreto alguno, o
que los hubiese reunido furtivamente y en las tinieblas para ocultar
sus designios. No tenía secretos con respecto a sus propósitos o
doctrinas. “Yo manifiestamente he hablado al mundo—contestó:—
yo siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se
juntan todos los Judíos, y nada he hablado en oculto.”
El Salvador puso en contraste su propia manera de obrar con
los métodos de sus acusadores. Durante meses le habían estado
persiguiendo, procurando entramparle y emplazarle ante un tribunal
secreto, donde mediante el perjurio pudiesen obtener lo que les era
imposible conseguir por medios justos. Ahora estaban llevando a
cabo su propósito. El arresto a medianoche por una turba, las burlas y
los ultrajes que se le infligieron antes que fuese condenado, o siquiera
acusado, eran la manera de actuar de ellos, y no de él. Su acción era
una violación de la ley. Sus propios reglamentos declaraban que todo
hombre debía ser tratado como inocente hasta que su culpabilidad
fuese probada. Por sus propios reglamentos, los sacerdotes estaban
condenados.
Volviéndose hacia su examinador, Jesús dijo: “¿Qué me pregun-
tas a mí?” ¿Acaso los sacerdotes y gobernantes no habían enviado
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espías para vigilar sus movimientos e informarlos de todas sus pa-
labras? ¿No habían estado presentes en toda reunión de la gente y
llevado información a los sacerdotes acerca de todos sus dichos y