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El Deseado de Todas las Gentes
las repetían los falsos testigos, nada contenían sus palabras que los
romanos pudiesen considerar como crimen digno de muerte.
Pacientemente Jesús escuchaba los testimonios contradictorios.
Ni una sola palabra pronunció en su defensa. Al fin, sus acusado-
res quedaron enredados, confundidos y enfurecidos. El proceso no
adelantaba; parecía que las maquinaciones iban a fracasar. Caifás se
desesperaba. Quedaba un último recurso; había que obligar a Cristo
a condenarse a sí mismo. El sumo sacerdote se levantó del sitial del
juez, con el rostro descompuesto por la pasión, e indicando claramen-
te por su voz y su porte que, si estuviese en su poder, heriría al preso
que estaba delante de él. “¿No respondes nada?—exclamó,—¿qué
testifican éstos contra ti?”
Jesús guardó silencio. “Angustiado él, y afligido, no abrió su
boca: como cordero fué llevado al matadero; y como oveja delante
de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca.
Por fin, Caifás, alzando la diestra hacia el cielo, se dirigió a Jesús
con un juramento solemne: “Te conjuro por el Dios viviente, que
nos digas si eres tú el Cristo, Hijo de Dios.”
Cristo no podía callar ante esta demanda. Había tiempo en que
debía callar, y tiempo en que debía hablar. No habló hasta que se
le interrogó directamente. Sabía que el contestar ahora aseguraría
su muerte. Pero la demanda provenía de la más alta autoridad reco-
nocida en la nación, y en el nombre del Altísimo. Cristo no podía
menos que demostrar el debido respeto a la ley. Más que esto, su
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propia relación con el Padre había sido puesta en tela de juicio. De-
bía presentar claramente su carácter y su misión. Jesús había dicho
a sus discípulos: “Cualquiera pues, que me confesare delante de los
hombres, le confesaré yo también delante de mi Padre que está en
los cielos.
Ahora, por su propio ejemplo, repitió la lección.
Todos los oídos estaban atentos, y todos los ojos se fijaban en
su rostro mientras contestaba: “Tú lo has dicho.” Una luz celestial
parecía iluminar su semblante pálido mientras añadía: “Y aun os
digo, que desde ahora habéis de ver al Hijo del hombre sentado a la
diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo.”
Por un momento la divinidad de Cristo fulguró a través de su
aspecto humano. El sumo sacerdote vaciló bajo la mirada penetrante
del Salvador. Esa mirada parecía leer sus pensamientos ocultos y