Página 657 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Ante Annás y Caifás
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para contemplar sus sufrimientos en la cruz. Habrían comprendido
en cierto grado la naturaleza de su angustia abrumadora. Habrían
podido recordar sus palabras que predecían sus sufrimientos, su
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muerte y su resurrección. En medio de la lobreguez de la hora
más penosa, algunos rayos de luz habrían iluminado las tinieblas y
sostenido su fe.
Tan pronto como fué de día, el Sanedrín se volvió a reunir, y Jesús
fué traído de nuevo a la sala del concilio. Se había declarado Hijo
de Dios, y habían torcido sus palabras de modo que constituyeran
una acusación contra él. Pero no podían condenarle por esto, porque
muchos de ellos no habían estado presentes en la sesión nocturna,
y no habían oído sus palabras. Y sabían que el tribunal romano no
hallaría en ellas cosa digna de muerte. Pero, si todos podían oírle
repetir con sus propios labios estas mismas palabras, podrían obtener
su objeto. Su aserto de ser el Mesías podía ser torcido hasta hacerlo
aparecer como una tentativa de sedición política.
“¿Eres tú el Cristo?—dijeron,—dínoslo.” Pero Cristo perma-
neció callado. Continuaron acosándole con preguntas. Al fin, con
acento de la más profunda tristeza, respondió: “Si os lo dijere, no
creeréis; y también si os preguntare, no me responderéis, ni me sol-
taréis.” Pero a fin de que quedasen sin excusa, añadió la solemne
advertencia: “Mas después de ahora el Hijo del hombre se asentará
a la diestra de la potencia de Dios.”
“¿Luego tú eres Hijo de Dios? preguntaron a una voz. Y él
les dijo: “Vosotros decís que soy.” Clamaron entonces: “¿Qué más
testimonio deseamos? porque nosotros lo hemos oído de su boca.”
Y así, por la tercera condena de las autoridades judías, Jesús
había de morir. Todo lo que era necesario ahora, pensaban, era que
los romanos ratificasen esta condena, y le entregasen en sus manos.
Entonces se produjo la tercera escena de ultrajes y burlas, peores
aún que las infligidas por el populacho ignorante. En la misma
presencia de los sacerdotes y gobernantes, y con su sanción, sucedió
esto. Todo sentimiento de simpatía o humanidad se había apagado
en su corazón. Si bien sus argumentos eran débiles y no lograban
acallar la voz de Jesús, tenían otras armas, como las que en toda
época se han usado para hacer callar a los herejes: el sufrimiento, la
violencia y la muerte.
Cuando los jueces pronunciaron la condena de Jesús, una furia
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