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El Deseado de Todas las Gentes
pocas horas antes, de que iría con su Señor a la cárcel y a la muerte.
Recordó su pesar cuando el Salvador le dijo en el aposento alto que
negaría a su Señor tres veces esa misma noche. Pedro acababa de
declarar que no conocía a Jesús, pero ahora comprendía, con amargo
pesar, cuán bien su Señor lo conocía a él, y cuán exactamente había
discernido su corazón, cuya falsedad desconocía él mismo.
Una oleada de recuerdos le abrumó. La tierna misericordia del
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Salvador, su bondad y longanimidad, su amabilidad y paciencia para
con sus discípulos tan llenos de yerros: lo recordó todo. También
recordó la advertencia: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido
para zarandaros como a trigo; mas yo he rogado por ti que tu fe no
falte.
Reflexionó con horror en su propia ingratitud, su falsedad, su
perjurio. Una vez más miró a su Maestro, y vió una mano sacrílega
que le hería en el rostro. No pudiendo soportar ya más la escena,
salió corriendo de la sala con el corazón quebrantado.
Siguió corriendo en la soledad y las tinieblas, sin saber ni querer
saber adónde. Por fin se encontró en Getsemaní. Su espíritu evocó
vívidamente la escena ocurrida algunas horas antes. El rostro dolori-
do de su Señor, manchado con sudor de sangre y convulsionado por
la angustia, surgió delante de él. Recordó con amargo remordimiento
que Jesús había llorado y agonizado en oración solo, mientras que
aquellos que debieran haber estado unidos con él en esa hora penosa
estaban durmiendo. Recordó su solemne encargo: “Velad y orad,
para que no entréis en tentación.
Volvió a presenciar la escena
de la sala del tribunal. Torturaba su sangrante corazón el saber que
había añadido él la carga más pesada a la humillación y el dolor del
Salvador. En el mismo lugar donde Jesús había derramado su alma
agonizante ante su Padre, cayó Pedro sobre su rostro y deseó morir.
Por haber dormido cuando Jesús le había invitado a velar y orar,
Pedro había preparado el terreno para su grave pecado. Todos los
discípulos, por dormir en esa hora crítica, sufrieron una gran pérdida.
Cristo conocía la prueba de fuego por la cual iban a pasar. Sabía
cómo iba a obrar Satanás para paralizar sus sentidos a fin de que
no estuviesen preparados para la prueba. Por lo tanto, los había
amonestado. Si hubiesen pasado en vigilia y oración aquellas horas
transcurridas en el huerto, Pedro no habría tenido que depender de su
propia y débil fuerza. No habría negado a su Señor. Si los discípulos
hubiesen velado con Cristo en su agonía, habrían estado preparados