Página 655 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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Ante Annás y Caifás
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por el ridículo a negar su fe. Asociándose con aquellos a quienes
debieran evitar, se colocan en el camino de la tentación. Invitan al
enemigo a tentarlos, y se ven inducidos a decir y hacer lo que nunca
harían en otras circunstancias. El discípulo de Cristo que en nuestra
época disfraza su fe por temor a sufrir oprobio niega a su Señor tan
realmente como lo negó Pedro en la sala del tribunal.
Pedro procuraba no mostrarse interesado en el juicio de su Maes-
tro, pero su corazón estaba desgarrado por el pesar al oír las crueles
burlas y ver los ultrajes que sufría. Más aún, se sorprendía y airaba de
que Jesús se humillase a sí mismo y a sus seguidores sometiéndose
a un trato tal. A fin de ocultar sus verdaderos sentimientos, trató de
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unirse a los perseguidores de Jesús en sus bromas inoportunas, pero
su apariencia no era natural. Mentía por sus actos, y mientras procu-
raba hablar despreocupadamente no podía refrenar sus expresiones
de indignación por los ultrajes infligidos a su Maestro.
La atención fué atraída a él por segunda vez, y se le volvió a
acusar de ser seguidor de Jesús. Declaró ahora con juramento: “No
conozco al hombre.” Le fué dada otra oportunidad. Transcurrió una
hora, y uno de los criados del sumo sacerdote, pariente cercano del
hombre a quien Pedro había cortado una oreja, le preguntó: “¿No te
vi yo en el huerto con él?” “Verdaderamente tú eres de ellos; porque
eres Galileo, y tu habla es semejante.” Al oír esto, Pedro se enfureció.
Los discípulos de Jesús eran conocidos por la pureza de su lenguaje,
y a fin de engañar plenamente a los que le interrogaban y justificar
la actitud que había asumido, Pedro negó ahora a su Maestro con
maldiciones y juramentos. El gallo volvió a cantar. Pedro lo oyó
entonces, y recordó las palabras de Jesús: “Antes que el gallo haya
cantado dos veces, me negarás tres veces.
Mientras los juramentos envilecedores estaban todavía en los
labios de Pedro y el agudo canto del gallo repercutía en sus oídos, el
Salvador se desvió de sus ceñudos jueces y miró de lleno a su pobre
discípulo. Al mismo tiempo, los ojos de Pedro fueron atraídos hacia
su Maestro. En aquel amable semblante, leyó profunda compasión y
pesar, pero no había ira.
Al ver ese rostro pálido y doliente, esos labios temblorosos, esa
mirada de compasión y perdón, su corazón fué atravesado como por
una flecha. Su conciencia se despertó. Los recuerdos acudieron a
su memoria y Pedro rememoró la promesa que había hecho unas