660
El Deseado de Todas las Gentes
cuidado de tratarle con el debido respeto. Pero Judas no sabía que
estaba entregando a Cristo a la muerte. ¡Cuántas veces, mientras
el Salvador enseñaba en parábolas, los escribas y fariseos habían
sido arrebatados por sus ilustraciones sorprendentes! ¡Cuántas veces
habían pronunciado juicio contra sí mismos! Con frecuencia, cuando
la verdad penetraba en su corazón, se habían llenado de ira, y habían
alzado piedras para arrojárselas; pero vez tras vez había escapado.
Puesto que había escapado de tantas trampas, pensaba Judas, no se
dejaría ciertamente prender esta vez tampoco.
Judas decidió probar el asunto. Si Jesús era realmente el Mesías,
el pueblo, por el cual había hecho tanto, se reuniría en derredor suyo,
y le proclamaría rey. Esto haría decidirse para siempre a muchos
espíritus que estaban ahora en la incertidumbre. Judas tendría en
su favor el haber puesto al rey en el trono de David. Y este acto le
aseguraría el primer puesto, el siguiente a Cristo en el nuevo reino.
El falso discípulo desempeñó su parte en la entrega de Jesús. En
el huerto, cuando dijo a los caudillos de la turba: “Al que yo besare,
aquél es: prendedle,
creía plenamente que Cristo escaparía de sus
manos. Entonces, si le inculpaban, diría: ¿No os había dicho que lo
prendieseis?
Judas contempló a los apresadores de Cristo mientras, actuando
según sus palabras, le ataban firmemente. Con asombro vió que el
Salvador se dejaba llevar. Ansiosamente le siguió desde el huerto
hasta el proceso delante de los gobernantes judíos. A cada movimien-
to, esperaba que Cristo sorprendiese a sus enemigos presentándose
delante de ellos como Hijo de Dios y anulando todas sus maqui-
naciones y poder. Pero mientras hora tras hora transcurría, y Jesús
se sometía a todos los abusos acumulados sobre él, se apoderó del
[669]
traidor un terrible temor de haber entregado a su Maestro a la muerte.
Cuando el juicio se acercaba al final, Judas no pudo ya soportar
la tortura de su conciencia culpable. De repente, una voz ronca
cruzó la sala, haciendo estremecer de terror todos los corazones: ¡Es
inocente; perdónale, oh, Caifás!
Se vió entonces a Judas, hombre de alta estatura, abrirse paso
a través de la muchedumbre asombrada. Su rostro estaba pálido y
desencajado, y había en su frente gruesas gotas de sudor. Corriendo
hacia el sitial del juez, arrojó delante del sumo sacerdote las pie-
zas de plata que habían sido el precio de la entrega de su Señor.