Página 669 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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En el tribunal de Pilato
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de firmar la sentencia de condenación, cuáles eran las acusaciones
que se hacían contra él, y si podían ser probadas.
Si vuestro juicio es suficiente, dijo, ¿para qué traerme el preso?
“Tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra ley.” Así apremiados,
los sacerdotes dijeron que ya le habían sentenciado, pero debían
tener la aprobación de Pilato para hacer válida su condena. ¿Cuál es
vuestra sentencia? preguntó Pilato. La muerte, contestaron, pero no
nos es lícito darla a nadie. Pidieron a Pilato que aceptase su palabra
en cuanto a la culpabilidad de Cristo, e hiciese cumplir su sentencia.
Ellos estaban dispuestos a asumir la responsabilidad del resultado.
Pilato no era un juez justo ni concienzudo; pero aunque débil en
fuerza moral, se negó a conceder lo pedido. No quiso condenar a
Jesús hasta que se hubiese sostenido una acusación contra él.
Los sacerdotes estaban en un dilema. Veían que debían cubrir
su hipocresía con el velo más grueso. No debían dejar ver que
Jesús había sido arrestado por motivos religiosos. Si presentaban
esto como una razón, su procedimiento no tendría peso para Pilato.
Debían hacer aparecer a Jesús como obrando contra la ley común; y
entonces se le podría castigar como ofensor político. Entre los judíos,
se producían constantemente tumultos e insurrecciones contra el
gobierno romano. Los romanos habían tratado estas revueltas muy
rigurosamente, y estaban siempre alerta para reprimir cuanto pudiese
conducir a un levantamiento.
Tan sólo unos días antes de esto, los fariseos habían tratado de
entrampar a Cristo con la pregunta: “¿Nos es lícito dar tributo a
César o no?” Pero Cristo había desenmascarado su hipocresía. Los
romanos que estaban presentes habían visto el completo fracaso
de los maquinadores, y su desconcierto al oír su respuesta: “Dad a
César lo que es de César.
Ahora los sacerdotes pensaron hacer aparentar que en esa ocasión
Cristo había enseñado lo que ellos esperaban que enseñara. En su
extremo apremio, recurrieron a falsos testigos, y “comenzaron a
acusarle, diciendo: A éste hemos hallado que pervierte la nación, y
que veda dar tributo a César, diciendo que él es el Cristo, el rey.” Eran
tres acusaciones, pero cada una sin fundamento. Los sacerdotes lo
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sabían, pero estaban dispuestos a cometer perjurio con tal de obtener
sus fines.