Página 673 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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En el tribunal de Pilato
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al mismo tiempo que acusaba a sus enemigos de haberle maltratado.
Mirando compasivamente al rostro sereno del Redentor del mundo,
leyó en él solamente sabiduría y pureza. Tanto él como Pilato estaban
convencidos de que Jesús había sido acusado por malicia y envidia.
Herodes interrogó a Cristo con muchas palabras, pero durante
todo ese tiempo el Salvador mantuvo un profundo silencio. A la
orden del rey, se trajeron inválidos y mutilados, y se le ordenó a
Cristo que probase sus asertos realizando un milagro. Los hombres
dicen que puedes sanar a los enfermos, dijo Herodes. Yo deseo ver
si tu muy difundida fama no ha sido exagerada. Jesús no respondió,
y Herodes continuó instándole: Si puedes realizar milagros en favor
de otros, hazlos ahora para tu propio bien, y saldrás beneficiado.
Luego ordenó: Muéstranos una señal de que tienes el poder que te
ha atribuído el rumor. Pero Cristo permanecía como quien no oyese
ni viese nada. El Hijo de Dios había tomado sobre sí la naturaleza
humana. Debía obrar como el hombre habría tenido que obrar en
tales circunstancias. Por lo tanto, no quiso realizar un milagro para
ahorrarse el dolor y la humillación que el hombre habría tenido que
soportar si hubiese estado en una posición similar.
Herodes prometió a Cristo que si hacía algún milagro en su
presencia, le libertaría. Los acusadores de Cristo habían visto con
sus propios ojos las grandes obras realizadas por su poder. Le ha-
bían oído ordenar al sepulcro que devolviese sus muertos. Habían
visto a éstos salir obedientes a su voz. Temieron que hiciese ahora
un milagro. De entre todas las cosas, lo que más temían era una
manifestación de su poder. Habría asestado un golpe mortal a sus
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planes, y tal vez les habría costado la vida. Con gran ansiedad los
sacerdotes y gobernantes volvieron a insistir en sus acusaciones
contra él. Alzando la voz, declararon: Es traidor y blasfemo. Rea-
liza milagros por el poder que le ha dado Belcebú, príncipe de los
demonios. La sala se transformó en una escena de confusión, pues
algunos gritaban una cosa y otros otra.
La conciencia de Herodes era ahora mucho menos sensible que
cuando tembló de horror al oír a Salomé pedir la cabeza de Juan el
Bautista. Durante cierto tiempo, había sentido intenso remordimien-
to por su terrible acto; pero la vida licenciosa había ido degradando
siempre más sus percepciones morales, y su corazón se había endu-
recido a tal punto que podía jactarse del castigo que había infligido a