Página 674 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

Basic HTML Version

670
El Deseado de Todas las Gentes
Juan por atreverse a reprenderle. Ahora amenazó a Jesús, declarando
repetidas veces que tenía poder para librarle o condenarle. Pero Jesús
no daba señal de que le hubiese oído una palabra.
Herodes se irritó por este silencio. Parecía indicar completa in-
diferencia a su autoridad. Para el rey vano y pomposo, la reprensión
abierta habría sido menos ofensiva que el no tenerlo en cuenta. Vol-
vió a amenazar airadamente a Jesús, quien permanecía sin inmutarse.
La misión de Cristo en este mundo no era satisfacer la curiosidad
ociosa. Había venido para sanar a los quebrantados de corazón. Si
pronunciando alguna palabra, hubiese podido sanar las heridas de las
almas enfermas de pecado, no habría guardado silencio. Pero nada
tenía que decir a aquellos que no querían sino pisotear la verdad
bajo sus profanos pies.
Cristo podría haber dirigido a Herodes palabras que habrían
atravesado los oídos del empedernido rey, y haberle llenado de temor
y temblor presentándole toda la iniquidad de su vida y el horror de
su suerte inminente. Pero el silencio de Cristo fué la reprensión más
severa que pudiese darle. Herodes había rechazado la verdad que
le hablara el mayor de los profetas y no iba a recibir otro mensaje.
Nada tenía que decirle la Majestad del cielo. Ese oído que siempre
había estado abierto para acoger el clamor de la desgracia humana
era insensible a las órdenes de Herodes. Aquellos ojos que con amor
compasivo y perdonador se habían fijado en el pecador penitente
[679]
no tenían mirada que conceder a Herodes. Aquellos labios que
habían pronunciado la verdad más impresionante, que en tonos de
la más tierna súplica habían intercedido con los más pecaminosos
y degradados, quedaron cerrados para el altanero rey que no sentía
necesidad de un Salvador.
La pasión ensombreció el rostro de Herodes. Volviéndose hacia
la multitud, denunció airadamente a Jesús como impostor. Entonces
dijo a Cristo: Si no quieres dar prueba de tu aserto, te entregaré a los
soldados y al pueblo. Tal vez ellos logren hacerte hablar. Si eres un
impostor, la muerte en sus manos es lo único que mereces; si eres el
Hijo de Dios, sálvate haciendo un milagro.
Apenas fueron pronunciadas estas palabras la turba se lanzó
hacia Cristo. Como fieras se precipitaron sobre su presa. Jesús fué
arrastrado de aquí para allá, y Herodes se unió al populacho en sus
esfuerzos por humillar al Hijo de Dios. Si los soldados romanos no