En el tribunal de Pilato
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hubiesen intervenido y rechazado a la turba enfurecida, el Salvador
habría sido despedazado.
“Mas Herodes con su corte le menospreció, y escarneció, vis-
tiéndole de una ropa rica.” Los soldados romanos participaron de
esos ultrajes. Todo lo que estos perversos y corrompidos soldados,
ayudados por Herodes y los dignatarios judíos podían instigar, fué
acumulado sobre el Salvador. Sin embargo, su divina paciencia no
desfalleció.
Los perseguidores de Cristo habían procurado medir su carácter
por el propio; le habían representado tan vil como ellos mismos.
Pero detrás de todas las apariencias del momento, se insinuó otra
escena, una escena que ellos contemplarán un día en toda su gloria.
Hubo algunos que temblaron en presencia de Cristo. Mientras la
ruda muchedumbre se inclinaba irrisoriamente delante de él, algunos
de los que se adelantaban con este propósito retrocedieron, mudos
de temor. Herodes se sintió convencido. Los últimos rayos de la luz
misericordiosa resplandecían sobre su corazón endurecido por el
pecado. Comprendió que éste no era un hombre común; porque la
Divinidad había fulgurado a través de la humanidad. En el mismo
momento en que Cristo estaba rodeado de burladores, adúlteros y
homicidas, Herodes sintió que estaba contemplando a un Dios sobre
su trono.
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Por empedernido que estuviese, Herodes no se atrevió a ratificar
la condena de Cristo. Quiso descargarse de la terrible responsabili-
dad y mandó a Jesús de vuelta al tribunal romano.
Pilato sintió desencanto y mucho desagrado. Cuando los judíos
volvieron con el prisionero, preguntó impacientemente qué querían
que hiciese con él. Les recordó que ya había examinado a Jesús y no
había hallado culpa en él; les dijo que le habían presentado quejas
contra él, pero que no habían podido probar una sola acusación.
Había enviado a Jesús a Herodes, tetrarca de Galilea y miembro de
su nación judía, pero él tampoco había hallado en él cosa digna de
muerte. “Le soltaré, pues, castigado,” dijo Pilato.
En esto Pilato demostró su debilidad. Había declarado que Jesús
era inocente; y, sin embargo, estaba dispuesto a hacerlo azotar para
apaciguar a sus acusadores. Quería sacrificar la justicia y los buenos
principios para transigir con la turba. Esto le colocó en situación
desventajosa. La turba se valió de su indecisión y clamó tanto más